Es como si la Poesía adquiriese vida propia; y no se dejase ya atrapar en palabras: dice más de lo que el mismo autor quiso expresar cuando la escribió. Esto es verdad, en general, cuando se habla de auténtica poesía, pero lo es aún más si tal poesía hace referencia directamente a Dios, como es el caso que ahora nos ocupa; y máxime teniendo en cuenta que es un gran santo, un místico y doctor de la Iglesia, así como un literato el autor de la Poesía. De alguna manera, salvando las distancias, es Dios mismo quien, a través de su autor, se manifiesta en esa Poesía.
Dicho lo cual, y aun a sabiendas de que eso es así, y de que poco puedo aportar con mis comentarios al verdadero significado de estos versos me atrevo a continuar escribiendo, convencido de que siempre se quedarán cortos en cuanto que la realidad a la que se refieren va mucho más allá de mi corto entendimiento. Pero a mí me hace bien. Y puede que también a alguien más se lo haga. Pienso que cada cual debería leerla y meditarla despacio y atentamente; y a cada uno le diría algo, con toda seguridad. Es más: incluso a una misma persona la lectura de esta poesía puede decirle algo distinto si la lee en momentos diferentes de su vida.
Continuamos, pues, con la estrofa cuarta (son ocho).
4. Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía
en sitio donde nadie aparecía
De manera que, por una parte, nos encontramos a Jesús, sufriendo intensamente, ante la proximidad de su pasión y muerte en una cruz, solo e incomprendido de todos, hasta el punto de que entró en agonía "y su sudor se hizo como gotas de sangre que caían en tierra" (Lc 22, 44). De ahí que ante un sufrimiento tan tremendo, ruegue a su Padre que, si es posible, pase de Él ese cáliz. Todo esto se entiende perfectamente porque Jesús era un hombre como cualquiera de nosotros, con un cuerpo y un alma humanos; y sus padecimientos eran reales; no eran fingidos, no "parecían" sufrimientos, sino que lo eran realmente.
Sin embargo, no perdía de vista que tenía una misión que cumplir, que explicaba la razón auténtica por la que había venido a este mundo: "Yo he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado" (Jn 6, 38). Y en otro lugar dice: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra" (Jn 4, 34). La voluntad de su Padre (que es también la Suya) y dado que "Dios es Amor" (1 Jn 4, 8) necesariamente tenía que estar relacionada con ese amor ... no cualquier amor, sino aquél que Él vino a enseñarnos: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Él dio su vida por nosotros, demostrándonos así el máximo amor posible. Al definirse como el buen Pastor, añadió lo que caracteriza realmente a un buen Pastor: "El buen Pastor da su vida por las ovejas".(Jn 10, 11). "Yo doy mi vida por las ovejas" (Jn 10, 15b).
Conviene tener en cuenta algunos puntos que se nos podían pasar de largo y que son muy importantes. En primer lugar "Jesús da su vida porque quiere": "Nadie me la quita -dice- sino que Yo la doy voluntariamente" (Jn 10, 18a). Y continúa: "Tengo poder para darla y poder para volver a tomarla" (Jn 10, 18b). Aquí se explica el carácter voluntario de la muerte de Jesús (da su vida porque así lo quiere, ya que esa es la voluntad de su Padre, que es también su propia voluntad) y luego la vuelve a tomar (como se demuestra en el hecho histórico de su Resurrección, por su propio Poder: la muerte no tiene dominio sobre Él). Y acaba diciendo: "Éste es el mandato que he recibido de mi Padre" (Jn 10, 18). Puesto que Dios es Amor, su mandato no podía ser sino un mandato de Amor; por eso "habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el fin" (Jn 13, 1b). Jesús no se nos da de cualquier modo, sino en plenitud, completamente, ... hasta el fin (hasta el fin de su vida y hasta el máximo en intensidad). Lo dio todo. Siendo Dios no nos podía dar más, pues se dio a Sí mismo en la Persona de su Hijo. En expresión paulina, cada uno de nosotros puede decir también: "me amó y se entregó a Sí mismo por mí" (Gal 2, 20b).
De manera que Él es el Señor de la vida; aún más, Él mismo es la Vida: "Yo soy la Vida" (Jn 14, 6). Viene a este mundo para darnos su propia Vida y manifiesta así hacia nosotros el máximo amor posible ... Para eso ha venido: "He venido para que tengáis vida y la tengáis en abundancia" (Jn 10, 10). La Vida que Jesús nos da es Él mismo, para que la hagamos nuestra, y podamos decir, con el apóstol Pablo: "Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2, 20). A cambio sólo nos pide que le demos nuestra pobre vida que, para Él, lo es todo (¡hasta ese extremo nos ama!). Siendo nuestro Creador ha querido necesitar de nosotros, de nuestro amor (por eso nos creó libres). Y porque así lo ha querido así es, realmente. Y como este amor aspira a ser verdadero, es por lo que Jesús desea con todas sus ansias (unas ansias que son infinitas, como infinito es su Amor) una respuesta amorosa de nuestra parte, también en totalidad, entregándole a Él nuestra vida al igual que Él ha hecho por nosotros. La reciprocidad entre los que se aman es imprescindible en el amor, si hablamos del amor auténtico, tal y como Dios lo entiende.
De modo que Jesús no sólo murió por nosotros, para que pudiéramos salvarnos, sino también (aunque no comprendamos la razón de ese Amor) porque quería -y además, lo deseaba ardientemente- ser nuestro amigo, amigo de verdad, amigo íntimo de cada uno de nosotros. Así se lee en el Credo: "Por nosotros los hombres, y por nuestra salvación, bajó del cielo". Y así lo revelan estas bellas palabras (tomadas del Cantar de los Cantares) que el Esposo, refiriéndose a Jesús, dirige a la esposa, en la que estamos representados todos los seres humanos; palabras que cada uno de los que somos tendría que grabar a fuego en su corazón, pues salen de la boca de Jesús y están dirigidas a él, de modo exclusivo y único. Es conmovedor (pero aún no nos lo acabamos de creer del todo) que el mismo Dios, hecho carne en Jesucristo, nos ame -a nosotros, a cada uno- con ese amor de enamorado que intenta reflejarse, sin conseguirlo, en estas sublimes palabras de la Biblia:
¡Qué hermosa eres, amada mía,
qué hermosa eres!
Son palomas tus ojos
a través de tu velo. (Cant 4, 1)
Dame a ver tu rostro,
dame a oír tu voz,
que tu voz es suave
y es amable tu rostro. (Cant 2, 14b)
(Continuará)
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