viernes, 30 de septiembre de 2016

El Conmonitorio a cámara lenta (28): LOS PADRES Y LA TRADICIÓN CATÓLICA


 28. Pienso que quizá será oportuno que yo demuestre, por medio de ejemplos, cómo pueden ser descubiertas y condenadas las novedades heréticas, investigando y confrontando entre sí las opiniones concordes de los maestros antiguos.

De todos modos, es evidente que este consenso antiguo y unánime de los Santos Padres, no debemos invocarlo sólo por cuestiones minuciosas de la Ley Divina; sino que será objeto de la más activa investigación y adhesión sólo en lo que se refiere a la regla de la fe.

Ni tampoco todas las herejías, de todos los tiempos, pueden ser combatidas de esta manera; solamente las nuevas y más recientes, en su primera floración y en sus primeras manifestaciones antes de que, por la misma escasez de tiempo, tengan la posibilidad de falsear la regla antigua de la fe y de inficionar con su veneno los libros de los Padres.

En cuanto a las que ya se han difundido y han echado raíces profundas, no pueden ser combatidas por este camino, porque el largo plazo de tiempo de que han dispuesto ha sido ocasión más que favorable para erosionar la verdad, y por eso es por lo que las impiedades más antiguas, tanto heréticas como cismáticas, no podemos refutarlas más que con la autoridad de la Escritura, o evitarlas en cuanto que ya están refutadas y condenadas por antiguos Concilios universales del Episcopado Católico.

Apenas, pues, comienza a extenderse la podredumbre de un nuevo error y éste, para justificarse, se apodera de algunos versículos de la Escritura, que además interpreta con falsedad y fraude, es preciso inmediatamente echar mano de las sentencias de los Padres interpretando los pasajes en cuestión; con su auxilio, cualquier novedad profana será en el acto desenmascarada sin ninguna ambigüedad y condenada sin vacilación.

En cuanto a los Padres, hay que consultar sólo el pensamiento de quienes santamente, sabiamente y con constancia han vivido, enseñado y permanecido firmes en la fe y en la comunión católica, y murieron fieles a Cristo o merecieron la alegría de dar su vida por él.

Mas a éstos se debe prestar fe siguiendo esta regla: lo que todos, o al menos la mayoría, han afirmado claramente, a modo de concilio de maestros perfectamente unánimes, y que han confirmado al aceptarlo, conservarlo y transmitirlo, eso es lo que debe ser mantenido como indudable, cierto y verdadero. 

Al contrario, todo lo que, fuera de la doctrina común, e incluso contra ella, haya pensado uno solo, aunque sea un santo y un docto, un obispo, un confesor, un mártir, debe ser relegado entre las opiniones personales, no oficiales, privadas, que no tienen la autoridad de la opinión común, pública y general; no nos suceda, con sumo peligro para nuestra salvación eterna, que abandonemos la antigua verdad de la doctrina católica para seguir el error nuevo de un solo individuo, según la sacrílega costumbre de los herejes y cismáticos.

Para que no haya quien se atreva a despreciar este acuerdo sagrado y universal de los Padres, el Apóstol escribió en su primera carta a los corintios: Dios ha puesto en la Iglesia, unos en primer lugar apóstoles (él era uno de ellos), en segundo lugar profetas (como leemos en los Hechos de los Apóstoles que era Agabo), en el tercero maestros (1 Cor 12, 28), a quienes nosotros llamamos doctores, pero el mismo Apóstol a veces les llama profetas, porque explican al pueblo cristiano los misterios del mensaje profético.

Cualquiera que se atreva a despreciar a estos hombres puestos por Dios en su Iglesia según los lugares y los tiempos, y que están de acuerdo en la interpretación del dogma católico, no despreciaría a un hombre, sino a Dios mismo.

Y con el fin de que nadie esté en desacuerdo con su unidad, la única verdadera, el mismo Apóstol dice: Os ruego encarecidamente, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que todos tengáis un mismo lenguaje, y que no haya entre vosotros cismas, antes bien, viváis perfectamente unidos en un mismo pensar y en un mismo sentir (1 Cor 1, 10)

Y si alguien deja de estar de acuerdo con su doctrina, escuche lo que dice el Apóstol: Dios no es un Dios de discordias, sino de paz (1 Cor 14, 33). O sea, no es Dios de quien rompe la unidad y la concordia, sino de quienes permanecen en la paz de un solo sentir. Y estas son -continúa- las cosas que yo enseño en todas las Iglesias de los santos (1 Cor 14, 33), es decir, de los católicos, y son cosas santas precisamente porque permanecen en la comunión de la fe.

Y con el fin de que nadie se arrogue la pretensión de ser él sólo escuchado y creído, sin tener en cuenta a los demás, pregunta: ¿Por ventura tuvo de vosotros su origen la palabra de Dios? ¿O ha llegado a vosotros solos? (1 Cor 14, 36). Además, para evitar que sus palabras fuesen tomadas a la ligera, añade: Si alguno de vosotros se tiene por profeta o por persona espiritual, reconozca que las cosas que os escribo son preceptos del Señor (1 Cor 14, 37).

Mas ¿de qué preceptos se trata, sino de que cualquiera que es profeta o persona espiritual, o sea, maestro de cosas espirituales, debe tener el mayor cuidado en cultivar la imparcialidad y la unidad, a fin de que no llegue a preferir su opinión personal a la de los demás o a separarse del sentir común?

Porque -amonesta el Apóstol- quien desconoce estos preceptos será él mismo desconocido (1 Cor 14, 38); o sea, quien no aprende las cosas que no sabe, o desprecia las que sabe, será tenido por indigno de ser incluido por Dios en el número de quienes están unidos en la fe e iguales en la humildad. ¿Se podría pensar un mal más grande? Precisamente esto es lo que, como sabemos, ocurrió, de acuerdo con la amenaza del Apóstol, al pelagiano Juliano [ver nota 1], que se negó a compartir la doctrina de sus colegas y tuvo la presunción de separarse de ellos.

Pero ha llegado el momento de traer a colación el ejemplo a que nos hemos referido, y mostrar dónde y de qué manera, por decreto y autoridad de un concilio, las opiniones de los Padres fueron recogidas con el fin de fijar, siguiéndolas, la regla de fe de la Iglesia.

Para mayor comodidad, pongo aquí fin a estas notas. El resto lo trataré en una segunda parte.

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El segundo Conmonitorio desapareció; no quedó de él más que la segunda parte, que es una simple recapitulación y que a continuación añadimos [ver nota 2]

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Nota 1.  Juliano: Obispo de Eclano, en Italia, se puso a la cabeza de la oposición contra el Papa Zósimo, cuando éste confirmó la condenación del pelagianismo en su carta Tractoria, el año 418. Fue depuesto de su sede episcopal y enviado al exilio. Anduvo errante por las provincias orientales del Imperio y murió hacia el año 454, probablemente en Sicilia. San Agustín trató de convencerle de su error con su obra Contra Julianum.

Nota 2. Este párrafo proviene de una antigua advertencia, que se encuentra en todos los manuscritos.

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