lunes, 10 de octubre de 2016

El Conmonitorio a cámara lenta (33): CONCLUSIÓN


33 Cualquiera que se oponga a estas decisiones apostólicas y católicas, ofende, ante todo, la memoria de San Celestino, el cual decretó que la novedad debía cesar de acusar a la antigua fe; se burla del juicio de San Sixto, el cual declaró que no se podía tolerar las novedades, porque no se puede añadir nada a la antigüedad; por último, desprecia la decisión del bienaventurado Cirilo, el cual alabó a plena voz el celo del venerando Capreolo, deseoso de que los dogmas de la antigua fe fuesen confirmadas y condenadas las invenciones novedosas.

El mismo Sínodo de Efeso sería conculcado, es decir, las definiciones de los Santos Obispos de todo Oriente, los cuales, divinamente inspirados, decretaron que la posteridad no debería creer o cosa más que lo que la antigüedad sagrada de Santos Padres, unánimemente concordes en Cristo, había mantenido.

Con grandes voces y aclamaciones todos a una, dieron testimonio de que la sentencia, el deseo, el juicio de todos era que, del mismo modo que habían sido condenados los herejes anteriores a Nestorio, por despreciar la fe antigua y mantener novedades, fuese también condenado Nestorio, que igualmente era autor de novedades y adversario de la antigüedad.

Si alguien es contrario a este consenso unánime, que fue santamente inspirado por la gracia celeste, se sigue que juzga condenada injustamente la impiedad de Nestorio. Como última y lógica consecuencia, desprecia como basura a toda la Iglesia de Cristo y a sus Maestros, Apóstoles y Profetas, de manera especial al Apóstol Pablo, que escribió: «¡Oh, Timoteo!, guarda el depósito evitando las novedades profanas en las expresiones». Y también: «Cualquiera que os anuncie un Evangelio diferente del que habéis recibido, sea anatema».

Así, pues, si las decisiones de los Apóstoles y los decretos de la Iglesia no pueden ser transgredidos -en virtud de los cuales, según el consenso sagrado de la universalidad y de la antigüedad, todos los herejes han sido siempre justamente condenados-, en consecuencia, es deber absoluto de todos los católicos, que desean demostrar que son hijos legítimos de la Madre Iglesia, adherirse, pegarse a la fe de los Santos Padres, y morir por ella, al mismo tiempo que detestan, tienen horror, combaten, persiguen las novedades impías.

Esto es todo lo que, más o menos, he expuesto en los dos Conmonitorios, y que he resumido aquí brevemente. De esta forma, mi memoria, en cuyo auxilio he escrito estas notas, podrá consultarlas con frecuencia y sacar provecho, sin sentirse agobiada por una exposición prolija.

FIN DE LA OBRA

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