Luego de algunas semanas de alejamiento del blog, aprovechando para ello el tiempo sagrado de la Pascua del Señor, retomo la tarea con una breve reflexión acerca de la necesidad de detenerse, de tanto en tanto, a “escuchar”.
Dicen que a veces, quienes caminan por las costas del sudeste de Inglaterra, escuchan campanas sonando bajo las olas del mar del Norte. Son las campanas de las ocho iglesias y dos monasterios que poseía la ciudad de Dunwich, que fue sepultada por el mar en el siglo XIII luego de una tempestad.
Las campanas de las iglesias sumergidas de Dunwich, que tañen de vez en cuando y que sólo pueden oír aquellos que se atreven a caminar, desafiando el viento y la lluvia, por los acantilados y las playas pedregosas de Suffolk, llaman también a cualquier cristiano que se detiene a reflexionar en algunos de los arrecifes que Dios siempre pone en su camino para que tome un descanso en su camino. Sólo hay que agudizar el oído para acceder al recuerdo de lo que perdimos y caer en la cuenta, una y otra vez, que vivimos en un páramo de barbarie. No se trata de idealizar el pasado; simplemente de escuchar sus campanadas que resuenan bajo las olas de los ruidos externos e internos que nos agobian.
El tañido de las campanas de Dunwich no son sólo recuerdo del pasado sino también esperanza del futuro. La ciudad sumergida no es más que el reflejo de la ciudad con siete iglesias y dos monasterios que siempre existió y sigue existiendo en el hyperuránios tópos, el “lugar más allá de los cielos” del que hablaba Platón y que los cristianos del Medioevo identificaron con el Reino de los Cielos, al cual todos deseamos alcanzar.
El problema que aparece una y otra vez es descubrir el modo de tener el oído atento para escuchar el tañido de las campanas. Dicho de otra manera, ¿cómo podemos detenernos en el arrecife a escuchar? ¿No es ese, acaso, el oficio del monje? Como hemos dicho en otras ocasiones, la llamada a la vida monástica se dirige a todo cristiano. Todo cristiano debe ser monje en algún lugar oculto del corazón. ¿Qué otra cosa sino una exigencia universal de vida monástica es lo que nos manda el Señor: “Pero tú, cuando ores, entra en tu cuarto, y cuando hayas cerrado la puerta, ora a tu Padre que está en secreto...” (Mt. 6, 6)?
Es en el jardín cerrado de nuestro corazón donde nos encontramos con el Padre que habita -así nos lo asegura el Hijo- en “el secreto” (κρύπτω), en lo oculto, en un lugar cubierto y al abrigo de las miradas extrañas. Y es allí donde nos habla; es allí donde escuchamos el tañido de las campanas de Dunwich, las que están sumergidas y las que están más allá de los cielos.
The Wanderer
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.