martes, 7 de noviembre de 2017

Carta Encíclica Mystici Corporis Christi del Papa Pío XII, promulgada el 29 de junio de 1943 [7 de 15]


Mystici Corporis Christi
SOBRE EL CUERPO MÍSTICO DE CRISTO
Carta Encíclica del Papa Pío XII 
promulgada el 29 de junio de 1943


52. Lo que acabamos de exponer, Venerables Hermanos, explanando breve y concisamente la manera cómo quiere Cristo Nuestro Señor que de su divina plenitud afluyan sus abundantes dones a toda la Iglesia, para que ésta se le asemeje cuanto es posible, sirve no poco para explicar la tercera razón que demuestra cómo el Cuerpo social de la Iglesia se honra con el nombre de Cristo: la cual consiste en el hecho de que nuestro Redentor mismo sustenta con divino poder la sociedad por El fundada.

53. Como sutil y agudamente advierte Belarmino
Cf. S. ROBERT BELLARMIN, De Rom. Pont., I, 9 ; De Concil., II, 19], tal denominación Cuerpo de Cristo no solamente proviene de que Cristo debe ser considerado Cabeza de su Cuerpo místico, sino también de que de tal modo sustenta a su Iglesia, y en cierta manera vive en ella, que ésta subsiste casi como un segundo Cristo
Y así lo afirma el Doctor de las Gentes escribiendo a los Corintios, cuando sin más aditamento llama Cristo a la Iglesia [1Cor. 12, 12], imitando en ello al Divino Maestro que a él mismo, cuando perseguía a la Iglesia, le habló de esta manera: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? [ Hech 9, 4; 22, 7; 26,14]. Más aún, si creemos al Niseno, el Apóstol con frecuencia llama Cristo a la Iglesia [Cf. S. GRÉGOIRE de Nysse, De vita Moysis. PG 44, 385]; y no ignoráis, Venerables Hermanos, aquella frase de San Agustín: Cristo predica a Cristo [ S. AUGUSTIN, Sermo CCCLIV, 1. PL 39, 1563].

54. Sin embargo, tan excelso nombre no se ha de entender como si aquel vínculo inefable, por el que el Hijo de Dios asumió una concreta naturaleza humana, se hubiera de extender a la Iglesia universal; sino que significa cómo nuestro Salvador de tal manera comunica a su Iglesia los bienes que le son propios, que la Iglesia, en todos los órdenes de su vida, tanto visible como invisible, reproduce en sí lo más perfectamente posible la imagen de Cristo. Porque por la misión jurídica, con la que el Divino Redentor envió a los Apóstoles al mundo, como Él mismo había sido enviado por el Padre [cfr Jn 17, 18; 20, 21], 
Él es quien por la Iglesia bautiza, enseña, gobierna, desata, liga, ofrece, sacrifica.

55. Y por aquel don más elevado, interior y verdaderamente sublime, de que arriba hablamos, describiendo cómo influye la Cabeza en los miembros, Cristo Nuestro Señor hace que la Iglesia viva de su misma vida divina, da vida a todo el Cuerpo con su virtud infinita, y alimenta y sustenta a cada uno de los miembros, según el lugar que en el Cuerpo ocupan, como la vid, si a ella están unidos, nutre sus sarmientos y hace que fructifiquen [
Cf. LÉON XIII, Lettre encyclique Sapientiae christianae du 10 janvier 1890. ASS XXII (1889-1890) 392 ; Lettre encyclique Satis cognitum du 29 juin 1896. ASS XXVIII (1895-1896) 710. Cf. SVS n. 875 et n. 605].

56. Y si consideramos atentamente este principio de vida y de virtud dado por Cristo, en cuanto constituye la fuente misma de todo don y de toda gracia creada, entenderemos fácilmente que no es otro sino el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, y que de una manera peculiar se llama Espíritu de Cristo o Espíritu del Hijo [
Rom. 8, 9; Gal. 4, 6; Cf. 2 Cor 3, 17]. 
Por obra de este Espíritu de gracia y de verdad el Hijo de Dios adornó su alma en el seno inmaculado de la Virgen; este Espíritu tiene sus delicias en habitar en el alma bienaventurada del Redentor como en su amadísimo templo; este Espíritu nos lo mereció Cristo con su sangre derramada en la Cruz; este Espíritu, finalmente, alentado sobre sus Apóstoles, lo concedió a la Iglesia para la remisión de los pecados [Jn 20, 22]; y, mientras sólo Cristo recibió este Espíritu sin medida [Jn 3, 34], a los miembros de su Cuerpo místico se les da, de la plenitud de Cristo, sólo en la medida de la donación del mismo Cristo [ Ef. 1, 8; 4, 7]. 
Y después que Cristo fue glorificado en la Cruz, su Espíritu se comunica a la Iglesia con una efusión abundantísima, a fin de que Ella y cada uno de sus miembros se asemejen cada día más a nuestro Divino Salvador. El Espíritu de Cristo es el que nos hizo hijos adoptivos de Dios [Rom 8, 14-17; Gal 4, 6-7], para que algún día todos nosotros, contemplando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, nos transformemos en la misma imagen de gloria en gloria [2 Cor 3, 18].

57. A este Espíritu de Cristo, como a principio invisible, ha de atribuirse también el que todas las partes estén íntimamente unidas, tanto entre sí, como con su excelsa Cabeza, estando como está todo en la Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno de los miembros: en los cuales está presente, asistiéndoles de muchas maneras y según sus diversos cargos y oficios, según el mayor o menor grado de perfección espiritual de que gozan. 
Él, con su celestial hálito de vida, ha de ser considerado como el principio de toda acción vital y saludable en todas las partes del Cuerpo místico. Él, aunque se halle presente por sí mismo en todos los miembros y en ellos obre con su divino influjo, se sirve del ministerio de los superiores para actuar en los inferiores.Él, finalmente, mientras engendra cada día nuevos miembros a la Iglesia con la acción de su gracia, rehúsa habitar con la gracia santificante en los miembros totalmente separados del Cuerpo .importante Presencia y operación del Espíritu de Cristo, que significó breve y concisamente Nuestro sapientísimo Predecesor León XIII, de i. m., en su encíclica Divinum illud, con estas palabras: Baste saber que mientras Cristo es la Cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su alma [LÉON XIII, Lettre encyclique Divinum illud du 9 mai 1897. ASS XXIX].

58. Pero si consideramos esta virtud y fuerza vital, con la que toda la comunidad cristiana es sustentada por su Fundador, no ya en sí misma, sino en los efectos creados que de ella nacen, veremos que consiste en los dones celestiales que nuestro Redentor concede a la Iglesia juntamente con su Espíritu y produce a una con este mismo dador de la luz sobrenatural y autor de la santidad. Así que la Iglesia, lo mismo que todos sus santos miembros, pueden hacer suya esta sublime frase del Apóstol: Y yo vivo, o más bien no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí [Gal 2, 20].

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