Oyeron los pasos de Dios, que paseaba por el jardín a la hora de la brisa y el hombre y su mujer se escondieron de Dios, entre los árboles del jardín. Dios llamó entonces al hombre: “Adán, ¿dónde estás?”. Y Adán respondió: “Oí tus pasos por el jardín y tuve miedo, porque estoy desnudo y me escondí.” (Gén 3, 8-10).
“¿Dónde estás?”. Es la primera palabra de Dios tras el pecado (terrible pecado del rechazo de Dios) de los progenitores Adán y Eva. Es el punto de partida de una larga, larguísima historia de reconciliación entre Dios y el hombre, historia que no se realizará sino al final de los tiempos.
Adán se escondió porque, tras la caída del pecado original, se vio desnudo, esto es, privado de los dones de la gracia santificante y elevante, que es la única que lleva a su realización a nuestra humanidad sedienta de infinito, sedienta de Dios. Y entonces lo agarra el temor y el temblor de Dios, el pánico de la vida que se convierte en escuálida y sin sentido, absurda y desesperada.
En la historia de los siglos, desde aquel día, hay una terrible “desnudez” del hombre, aun cuando crea el Partenón de Atenas, la Domus aurea de Roma, los arcos de triunfo de los generales y de los emperadores, aun cuando elabora los más complejos sistemas filosóficos, sin Dios y con sus solas fuerzas, aun cuando pretende con la fuerza del derecho, fundado solamente en el hombre, constituir las bases y la organización de la así llamada civilización del progreso, el futuro tecnológico de un mundo que pretende tener todo sin Dios Padre.
Mirad al hombre de hoy: se cree que ha construido la verdadera naturaleza, exaltante vida y sociedad, fruto de su ingenio y de su obra, pero a cada momento, siente el tormento secreto, pronto evidente, de la violencia, que explota por su complejidad; las tinieblas de sistemas filosóficos y de mentalidades que conducen a la desesperación; el “colocón” sin fin de vidas juveniles o de edad madura que se disuelven en la droga, en el sexo desordenado, en la borrachera y en la alteración de todos los valores.
Pero Dios desciende, sigue descendiendo al jardín que ya no es el del paraíso terrenal, sino que dejado en manos del hombre se ha convertido en “l’aiuola che ci fa tanto feroci / el parterre que nos hace tan feroces”[1], que nos desencadena contra nosotros mismos y contra los demás hombres. Dios sigue descendiendo y permanece entre nosotros, preguntando con su corazón de padre: “Adán, ¿dónde estás?”; “Oh hombre, ¿dónde estás?”.
Esta pregunta, bajo una forma u otra, resuena a lo largo de la historia de los hombres. Resonó potente, infinitamente potente, en Jesús, Hijo de Dios hecho hombre. Cuando Jesús llama a Sí a los hombres, “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15); “La obra que debéis hacer es creer en Aquel que el Padre ha enviado”, esto es, en Él (Jn 6, 29); “Venid, vosotros todos que estáis oprimidos y Yo os aliviaré” (Mt 11, 28); “Yo soy la luz del mundo, Yo soy el agua que salta y sacia hasta la vida eterna, Yo soy el Pan de la vida, Yo soy el camino, la verdad y la vida, nadie va al Padre sino por Mí” (Jn 14, 6); es Dios quien repite su pregunta hecha ya al primer Adán: “Hombre, ¿dónde estás?”.
El hombre está llamado, no ya a esconderse por estar despojado de todo como el hombre viejo, el hombre decaído, sino a no tener ya miedo porque Dios, en Cristo, “nuevo Adán” lo quiere revestir de su mismo Hijo, el “Hombre nuevo” en la gracia divina y en la santidad. Sucede que, en Cristo, el hombre, también el hombre de hoy, como el hombre de siempre, encuentra luz para las “preguntas profundas” sobre el sentido de la vida, del dolor y de la muerte, pero también para las preguntas sobre cómo construir o reconstruir la sociedad, la economía, el trabajo, la cultura, la medicina, la justicia, la política y todo lo que de humano existe, porque todo ha sido pensado y querido por Dios solamente en Cristo.
No es difícil comprender cómo el hombre aspira al humanismo completo, que sacie al hombre y le haga sentir la plenitud, pero el verdadero humanismo se realiza solamente en Jesucristo. No puede existir un humanismo ateo, ni un humanismo comunista, aunque digan que el joven Marx fue un humanista. Existe solamente el humanismo en Jesucristo nuestro Señor, como escribe San Pablo 164 veces en sus cartas.
Por lo tanto, hermano y amigo que me lees, debes vivir “en Cristo Jesús”. A Dios que te interpela: “Hombre, ¿dónde estás?”, debes poder responder, no: ‘voy por donde me da la gana’, ni: ‘estoy en la luna’, esto es, donde no debo estar, sino que debes responder, sin miedo: “¡Estoy en Cristo Jesús, Hijo tuyo y Salvador, y no quiero separarme jamás de Él!”.
Como escribe La imitación de Cristo: “Estar sin Jesús es el infierno, estar con Jesús es dulce Paraíso”. Como predica San Pablo: “Ser uno en Cristo”.
Insurgens
[1] Dante Alighieri, Paraíso XXII, 151.
(Traducido por Marianus el eremita /Adelante la Fe)
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