lunes, 22 de enero de 2018

El problema del mal a la luz del Evangelio (José Martí)


La comprensión completa de todos aquellos acontecimientos que nos hacen sufrir escapa a nuestra capacidad natural y nos introduce en el misterio y en lo sobrenatural

En estos casos no podemos sino admitir que tampoco nosotros lo entendemos. ¿Y cómo íbamos a entenderlo si, como digo, es un misterio? Tenemos que acudir, por lo tanto, a la Biblia, que es Palabra de Dios. Es de ahí -y sólo de ahí- de donde podremos obtener alguna luz y llegar a comprender, aunque sea un poco, que el modo de ser y de actuar de Dios no se corresponde casi nunca con lo que a nosotros nos parece que debería de ser. Así se lee, por ejemplo, en el profeta Isaías: "Mis pensamientos no son vuestros pensamientos ni vuestros caminos mis caminos" (Is 55, 8) 
Lo que escribo a continuación son reflexiones sobre pasajes bíblicos, en particular del Nuevo Testamento, con vistas a aclarar y ordenar mis ideas; y con la intención y el deseo de que también puedan servir, aunque sea sólo un poco, a aquellos que las lean. 

Comencemos con un pasaje del Evangelio de san Lucas
"Llegaron en aquel momento unos que le contaron lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios. Y en respuesta les dijo: ¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque sufrieron tales cosas? Os digo que no; y si no hacéis penitencia, todos pereceréis igualmente. O aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre de Siloé y los mató, ¿creéis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y si no hacéis penitencia, pereceréis todos del mismo modo" (Lc 13, 1-5)
Algo semejante encontramos en el Evangelio de san Juan, en el episodio de la curación del ciego de nacimiento:
"Al pasar, vio a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos: "Rabbí, ¿quién pecó: éste o sus padres, para que naciera ciego?". Respondió Jesús: "Ni peco éste ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de de Dios" (Jn 9, 1-3)
Rápidamente podemos deducir de aquí que, a título personal, las contrariedades -de todo tipo- con las que nos encontremos en nuestra vida no son -en principio- consecuencia de nuestros pecados. La lección que Jesús nos da es doble: por una parte, la necesidad que TODOS -no sólo algunos- tenemos de hacer penitencia y convertirnos a Dios, si queremos salvarnos. Y, por otra, la conciencia y la seguridad, que no debemos perder nunca, de que "Dios hace confluir todas las cosas para el bien de los que le aman" (Rom 8, 28)

La cuestión podríamos plantearla de la siguiente manera:

Aunque es cierto que el sufrimiento, las enfermedades y la muerte entraron en el mundo debido al pecado de nuestros primeros padres, sin embargo, se dan continuamente casos de personas santas con grandes sufrimientos y personas soberbias e injustas que gozan de buena salud corporal. ¿Es Dios injusto actuando así o, mejor expresado, permitiendo que eso ocurra?
Antes de nada, es preciso distinguir  entre el pecado de origen o de naturaleza, con el que todos nacemos ... y el pecado personal. Por el primero nuestra naturaleza humana está caída y presa de dolores y de todo tipo de adversidades que nos hacen sufrir, la más importante de las cuales es la muerte. El pecado personal, en cambio -y, en principio, que no siempre- no está relacionado, de por sí, con la salud corporal, aunque sí con la salud espiritual, con la salud de nuestra alma, la cual es más importante que la del cuerpo, como el espíritu es superior a la materia. Vistas así las cosas, es preferible tener el alma sana a tener el cuerpo sano, aunque lo deseable, lógicamente, es que todos deseemos -y así se lo pedimos a Dios- tener salud en sentido íntegro: salud del cuerpo y salud del alma. Nadie, en su sano juicio, desea sufrir.
Por otra parte, tenemos estas palabras de Jesús:
"Si tu mano o tu pie te escandaliza, cortártelo y arrójalo lejos de tí. Más te vale entrar en la vida lisiado o cojo que con las dos manos o los dos pies ser arrojado al fuego eterno. Y si tu ojo te escandaliza, sacátelo y tíralo lejos de tí. Más te vale entrar con un solo ojo en la Vida que con los dos ojos ser arrojado al abismo del fuego" (Mt 18, 8-9)
Y estas otras:
"No temáis a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; temed, sobre todo, al que puede arrojar el alma y el cuerpo en el infierno" (Mt 10, 28).
En ellas se pone de manifiesto que nuestro auténtico horror ha de ser hacia el pecado, que es lo que nos puede separar de Jesús. Los que pueden matar el alma: ésos son los que nos tienen que dar miedo; no un miedo paralizante, por supuesto. Pero sí un miedo razonable, en el sentido de ser prudentes, por un lado; y por otro, confiar plenamente en Dios, quien "no permitirá que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas, sino que, con la tentación nos dará la fuerza para que podamos superarlas" (1 Cor 10, 13). Además, siempre resuenan en nuestros oídos estas maravillosas  palabras de Jesús: "En el mundo tendréis tribulación; pero confiad: Yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33)

Sabiendo que "TODOS los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecución" (2 Tim 3, 12) un cristiano no puede sentirse defraudado ni triste cuando no es comprendido o si es perseguido. Más bien es lo contrario"¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!" (Lc 6, 26). El cristiano debe contar con la persecución como algo inherente a su condición de cristiano, si es que realmente desea ser cristiano, puesto que, como dijo Jesús a sus discípulos: "No es el siervo más que su Señor. Si a Mí me persiguieron también a vosotros os perseguirán" (Jn 15, 20).
Entonces, ¿qué? ¿Qué es lo que nos quiere decir el Señor?
Es sencillo: si mantenemos en Él nuestra fe y nuestra confianza, nada podemos temer"Si Dios está  con nosotros, ¿quién contra nosotros?" (Rom 8, 31). "¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación o la angustia, la persecución o el hambre, la desnudez, el peligro o la espada?" (Rom 8, 35). "Sobre todas estas cosas triunfamos por Aquél que nos amó. Pues estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura ni la profundidad, ni criatura alguna, podrá separarnos del amor De Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro" (Rom 8, 37-39)
Ésta es la clave ... y no hay otra: el amor a Jesucristo por quien nos lo jugamos todo, porque incluso en nuestra vida podemos hacer realidad estas palabras que san Pablo escribía: "Habéis muerto y vuestra vida está escondida, con Cristo, en Dios" (Col 3, 3). "Estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios, en Cristo Jesús" (Rom 6, 11)
Lo importante no son las enfermedades o el sufrimiento sino la unión íntima con Jesús. Como decía santa Teresa: "Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta". No es el dinero, ni los goces mundanos o las posesiones, en la medida en la que se está apegado a todo eso, lo que nos va a proporcionar la felicidad que anhelamos. En absoluto. Sólo en Cristo podemos hallarla. Así lo decía san Agustín: "Nos hiciste, Señor, para Tí. Y nuestro corazón estará siempre inquieto hasta que descanse en Tí"
Con relación al tema de la injusticia de Dios, es preciso decir que si se piensa que Dios es injusto -por las razones que sean- se está incurriendo en un grave error. Hablándole a sus discípulos les dijo: "Vuestro Padre, que está en los cielos, hacer salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos y pecadores" (Mt 5, 45).  Y en los salmos se lee que "Dios no nos trata según nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas" (Sal 103, 10). 
Y lo más importante de todo, con relación al sufrimiento de los inocentes: ¿Acaso ha existido ni existirá criatura más inocente, más noble, más buena, que nuestro Señor Jesucristo, el Justo entre los justos? Y, sin embargo, tomó sobre sí nuestros pecados, haciéndolos suyos (cuando Él jamás cometió pecado) para hacer posible nuestra Redención y nuestra entrada en el cielo: "A Aquél que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que nos hiciéramos justicia de Dios en Él" (2 Cor 5, 21).
¿Cabe mayor injusticia que la que nosotros cometimos con Aquél que vino para salvarnos? ¿Acaso Él se merecía la muerte y, además, una muerte en la cruz? Jesús murió (entregando voluntariamente su vida) por unos pecados que no había cometido. Y sufrió horriblemente todo tipo de ignominias por amor a nosotros, para hacer posible que, quien quisiera, pudiera salvarse. 
¿Qué de particular tiene si sufrimos por unos pecados que nosotros sí que hemos cometido? "No hay distinción: todos han pecado  y se han privado de la gloria de Dios. Son justificados gratuitamente por su gracia, en virtud de la Redención que está en Cristo Jesús" (Rom 3, 23-24).
¿Acaso es Dios responsable de tantos males que existen en el mundo? Guerras, calamidades, hambre, injusticias y todo tipo de sufrimientos. Todo ello tiene su raíz en el pecado original que, como hemos dicho, es un pecado de naturaleza ... al cual, por desgracia, añadimos nuestros propios pecados personales. "¿Acaso quiero yo la muerte del impío -dice el Señor- y no que se convierta de su mal camino y viva?" (Ez 18, 23)
Haciendo un símil entre los incendios de Portugal y la torre de Siloé (Lc 13, 4-5), el Señor podría decir: ¿Creéis que aquellos sesenta y cuatro que murieron en el incendio de Portugal del 17 de junio de 2017 eran más culpables que los demás habitantes de Portugal ... o del mundo? Os digo que no; y si no hacéis penitencia, pereceréis todos igualmente.
Y precisamente a esto es a lo que se refiere el Señor cuando continúa hablando después de lo de la torre de Siloé ... y aparentemente lo que dice no tiene ninguna relación con ese hecho. Sin embargo, las palabras de Jesús son Espíritu y Vida y nunca habla por hablar. Luego es preciso reflexionar con tranquilidad sobre ellas y tal vez, con la ayuda del Señor, encontremos en sus Palabras la explicación a nuestra ignorancia. 
Dice así Jesús"Conviene que nosotros hagamos las obras de Aquél que me ha enviado mientras es de díapues viene la noche, cuando nadie puede trabajar.  Mientras estoy en el mundo, soy Luz del mundo" (Jn 9, 4, 5). 
Reflexionemos un poco sobre estas palabras del Señor:
¿A qué obras se refiere Jesús? ¿Cuáles son esas obras que nos conviene hacer? Y la respuesta nos viene dada en el Evangelio, de la boca del mismo Jesús: "Ésta es la obra de Dios: que creáis en Aquél a quien Él ha enviado" (Jn 6,29). ¿Podemos encontrar también aquí (puesto que ya se ha hablado de ello) una respuesta a la pregunta inicial, la que se refiere al sufrimiento de los inocentes? Hagamos un esfuerzo:
Mientras es de díaes decir, en el transcurso de nuestra existencia, nos conviene, con vistas a nuestra salvación eterna, hacer la obra de Dios, es decir: creer en Jesucristo, como Aquél que el Padre ha enviado y fuera del cual no hay salvación posible. 
Esta fe en Jesús debe impregnar la vida de un cristiano. "Para mí la vida es Cristo" (Fil, 1, 21) decía san Pablo. Y así debe de ser para todos los cristianos. Cristo ha de ser nuestra vida y nuestro todo. Ésa es la obra que Dios quiere que hagamos, ése es el sentido de nuestra existencia, la razón para vivir. Y merece la pena. Realmente, merece la pena. De este modo podremos ser felices ya aquí en esta vida (aun cuando suframos) y luego, con Él, en el cielo, por eternidad de eternidades.  
Porque, además, Él está con nosotrosY Él es la Luz que nos ilumina para que no nos perdamos. Por eso nuestra mirada debe de estar siempre pendiente de la suya. Procurar conocer en cada instante lo que Él desea de nosotros para cumplirlo inmediatamente, con generosidad y alegría: ése ha de ser el objetivo de nuestra vida, pues eso es lo que el Señor quiere para nuestro propio y verdadero bien.
Y, como digo, está con nosotros: está en el mundo. Y lo está de una manera real, no sólo en el recuerdo, como alguien podría pensar.  Lo está con su cuerpo, sangre, alma y divinidad en la hostia consagrada, en la Eucaristía, en el sagrario. Y podemos acudir a Él en todo momento, con la seguridad de ser escuchados y comprendidos. 
Esto lo sabemos por la fe. Pero es que "la fe es seguridad de las cosas que se esperan" (Heb 11, 1). Una seguridad mayor incluso que la que nos pueden proporcionar nuestros sentidos corporales que tantas veces nos engañan. De hecho, ¡cuántas personas hay que vieron corporalmente a Jesús mientras vivía en esta tierra y, sin embargo, no creyeron en Él y no llegaron a conocerlo ni a amarlo, a pesar de todas las obras y milagros que hizo durante su vida mortal! 
"En Él estaba la vida, y la vida era La Luz de los hombres. La Luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la acogieron" (Jn 1, 4-5). "Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron. Sin embargo, a cuantos le recibieron les dio la capacidad de hacerse hijos de Diosa los que creen en su Nombre, los cuales no han nacido de la sangre ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios" (Jn 1, 11-13).
Viene la noche, cuando ya nadie puede trabajar, nos dice Jesús. Tenemos toda la vida que Dios nos ha dado para que nos dejemos iluminar por Él. Si lo rechazamos, pero reconocemos nuestros pecados y, arrepentidos y con propósito de enmienda,  acudimos al sacramento de la Penitencia, Él nos perdona, a través del sacerdote, que actúa "in Persona Christi". Este perdón podemos alcanzarlo siempre que nos volvamos a Él, arrepentidos. Ninguna otra cosa desea más, porque nos ama. Eso sí: es preciso dejarnos iluminar por Él: reconocer en Él "la Luz verdadera  que ilumina a todo hombre que viene a este mundo" (Jn 1, 9).
Sin embargo, cuando llega el momento de nuestra muerte, que esa es la noche, ya no es posible trabajar. Es el momento del juicio: "Cada cual recibirá la recompensa según su trabajo" (1 Cor 3, 8), es decir, según el amor que profesó a Jesús mientras vivía, "mientras era de día". No nos conviene vivir engañados, sino vivir en la verdad, por nuestro propio bien y el de los que nos rodean: "No os engañéis: de Dios nadie se burla. Pues lo que el hombre siembre, eso mismo cosechará" (Gal 6,7).
Entonces, si esto es así, como lo es, nuestra vida ha de ser un esfuerzo, continuamente renovado, por hacer realidad en nosotros la vida misma de Jesús. Y entonces, podrá haber torres de Siloé que caigan y maten a dieciocho o incendios en Portugal que maten a sesenta y cuatro ... o cualquier otro tipo de adversidad, por muy dura que sea. Porque esa es la lección que, a mi entender, debemos aprender. Se trata de una exhortación a la vigilancia:
"Tened ceñidos vuestros cinturones y encendidas vuestras lámparas. Estad como los criados que aguardan a su amo cuando vuelve de las bodas, para abrirle apenas llegue y llame. Dichosos los siervos a quienes al llegar el amo encuentre vigilantes. Os lo aseguro: se ceñirá la cintura, los pondrá a la mesa y los servirá de uno en uno". (Lc 12, 35-37)
Y en lo que a la justicia se refiere no tenemos más que pensar en la parábola del juez injusto (Lc 18, 1-8). Cómo éste atendió a las peticiones de una viuda, no porque ésta le cayera bien, sino para que no le molestara ni le importunara más. Entonces dijo Jesús:
"¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y tendrá compasión de ellos? Os lo aseguro: les hará justicia enseguida" (Lc 18, 7-8a). Ésta es la confianza que tenemos. Y que nada ni nadie puede ni debe empañar. 
No obstante, acaba el Señor diciendo unas palabras que son inquietantes, porque la situación actual de apostasía general es un hecho más que comprobado. "¿Pensáis que cuando venga el Hijo del Hombre encontrará fe en la tierra?" (Lc 18, 8b)
Pese a lo cual no debemos de tener miedoY sí seguir fiándonos de las palabras de Jesús, que son sumamente consoladoras: "Cuando comiencen a suceder estas cosas, tened ánimo y levantad vuestras cabezas, porque se aproxima vuestra Redención" (Lc 21, 28) 
José Martí 

Importancia esencial de la pobreza en el sacerdocio (P. Alfonso Gálvez)

Duración 23:32 minutos

Homilía pronunciada hace cinco años, el 23 de enero de 2013, el día en el que se celebraba el santo del padre Alfonso.

lunes, 8 de enero de 2018

La virtud de la obediencia es fundamental (Padre Alfonso Gálvez)

Duración 24:53 minutos

Tiempo y vida: una tarea que realizar (José Martí)



Mi tiempo es mi vida. Perder o ganar el tiempo viene a ser, pues, equivalente a perder o ganar la vida. Pero, ¿qué es perder o ganar el tiempo, en realidad? La expresión: "No me hagas perder el tiempo" es bastante usual. Y está claro que, al usarla, no nos estamos refiriendo al tiempo que marca el reloj.

Normalmente, el ganar el tiempo (lo que se llama aprovechamiento del tiempo) está relacionado con la tarea que se lleva entre manos en ese momento, y que no se quiere interrumpir. En principio, pues, el aprovechar el tiempo estaría referido a la realización de una tarea determinada. Y aprovechar el tiempo equivaldría, por tanto, a realizar bien una tarea concreta.

Pero, ¿qué significa realizar bien una tarea? Significa varias cosas, todas las cuales se dan simultáneamente y de un modo natural: Lo primero de todo, estar en lo que se está: la mente está ocupada, única y exclusivamente, en aquello que se lleva entre manos, por muy simple o elemental que parezca. 

Esto, que a primera vista puede parecer sencillo, requiere una fuerte dosis de disciplina intelectual que, a base de actos repetidos, consciente y libremente, se convierta en un hábito, como una segunda naturaleza, de modo que se actúa siempre así, de un modo natural y casi automático. 

Eso sí, se trataría de un automatismo adquirido a base de fuertes dosis de voluntad y de actuaciones enérgicas, que suponen la opción firme y decidida por la verdad, o sea, por lo real tal y como es.O, si se quiere, por un aspecto de lo real, el que se refiere a su carácter de presente: aquí y ahora. En este lugar y en este momento. Se puede pensar en el pasado y en el futuro, pero siempre en presente.

Del pasado se toma nota y se aprende, pero no se siente nostalgia. Fue, pero ya no es: ha sido asimilado, sin rebelión estéril contra uno mismo por no haber sabido dar siempre la talla que se debería haber dado: eso sería una rabieta improductiva, que ancla en el pasado y que impide vivir bien el presente, que es lo único que existe. Cuando se reflexiona correctamente acerca del pasado, los fallos son reconocidos como tales fallos. Se admite que ha sido uno mismo quien los ha cometido. Y punto. Han sido experiencias negativas que se han vivido; pero de ellas se puede y se debe sacar algo positivo y es aprender. Saber (para que no se vuelva a repetir en el futuro) adónde conducen ciertos modos de actuar que no se adecúan a la realidad y que conducen a la destrucción de la propia vida, son autodestructivos.

Para el futuro se hacen proyectos, que sean realistas, adecuados a las propias posibilidades y con la intención firme de llevarlos a cabo: Un llevar a cabo que tiene lugar en el presente: no debe olvidarse. Si se va posponiendo la tarea para el futuro, ésta acaba no haciéndose nunca realidad. Ya conocemos el dicho: "No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy". Es preciso ocuparse en el presente, con vistas al futuro. 

Pero eso sí: no hay que preocuparse por el futuro, en el sentido de inquietarse, de angustiarse.Eso no sirve para nada. Sólo para inmovilizar y bloquearse. Impide vivir con tranquilidad: un no vivir, en definitiva; lo que ocurre cuando uno no acaba de creerse las palabras de Jesús (creer en el sentido de dar vida, de llevar a cabo en la propia vida): "No os inquietéis por el mañana, porque el mañana traerá sus propias inquietudes. A cada día le basta su propio afán" (Mt 6,34).

No es suficiente, sin embargo, con estar en lo que se está. Esto nos indica lo que hay que hacer, pero no cómo hay que hacerlo. Y este punto del cómo es muy importante: "No comimos gratis el pan de nadie, sino que trabajamos día y noche, con esfuerzo y fatiga, para no ser gravosos a ninguno. No porque no tuviéramos derecho, sino para mostrarnos ante vosotros como modelo que imitar" (2 Tes 3, 7-9) "Sed diligentes en el deber" (Rom 12,11). "Todavía os exhortamos, hermanos, a progresar más y a que os esforcéis en vivir con sosiego" (1 Tes 4, 10 -11).

No se trata sólo de hacer, y de hacer en el presente (por supuesto). Es preciso ( y necesario) trabajar con afán, con interés, volcándose de lleno en lo que se hace, para hacerlo lo mejor posible; y poner entusiasmo en todo, independientemente del estado de ánimo que se tenga, puesto que de lo que aquí se trata es de un movimiento de la voluntad (de querer) y no del sentimiento (éste no siempre acompaña y no depende de nosotros). Apreciar lo que se está haciendo como lo más importante que puede hacerse.

Y luego trabajar con sosiego: calma, tranquilidad, confianza, apertura a los demás, al mundo y a Dios, intentando ver las cosas como son, es decir, como Dios las ve: "¿Quién de vosotros, por mucho que cavile, puede añadir un solo codo a su estatura?" (Mt 6, 27). 

Un sosiego que proviene de la afirmación radical de uno mismo, tal y como es (como Dios lo ha creado) y afirmación, igualmente, de los demás tal y como son. Una afirmación que es amor, en definitiva, y que tiene su consistencia, única y exclusivamente, en Dios, en quien hemos depositado toda nuestra esperanza y toda nuestra vida, que le pertenece sólo a Él. 

Y Dios no defrauda jamás: "Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas se os darán por añadidura" (Mt 6,33)

José Martí

viernes, 15 de diciembre de 2017

"CAMINO AL CIELO" por Cristina García

Duración 13:54 minutos

San Juan de la Cruz



Celebramos hoy a San Juan de la Cruz, doctor de la Iglesia y santo muy admirado por Juan Pablo II. Santo que tuvo mucho que ver en su vocación ya que fue leyendo un libro suyo cuando el joven Karol decidió hacerse sacerdote. Presbítero de la Orden de los Carmelitas, el cual, por consejo de santa Teresa, fue el primero de los hermanos que emprendió la reforma de la Orden, empeño que sostuvo con muchos trabajos, obras y ásperas tribulaciones.

Se llamó Juan Yepes. Nació en 1542 del matrimonio que formaban Gonzalo y Catalina; eran pañeros y vivían pobres. Su padre muere pronto y la viuda se ve obligada a grandes esfuerzos para sacar adelante a sus tres hijos: Francisco, Luis y Juan. Fue inevitable el éxodo cuando se vio que no llegaba la esperada ayuda de los parientes toledanos; Catalina y sus tres hijos marcharon primero a Arévalo y luego a Medina del Campo que es el centro comercial de Castilla. Allí malviven con muchos problemas económicos, arrimando todos el hombro; pero a Juan no le van las manualidades y muestra afición al estudio.

Entra en el Colegio de la Doctrina, siendo acólito de las Agustinas de la Magdalena, donde le conoció don Alonso Álvarez de Toledo quien lo colocó en el hospital de la Concepción y le costea los estudios para sacerdote. Los jesuitas fundan en 1551 su colegio y allí estudió Humanidades. Se distinguió como un discípulo agudo.

Juan eligió la Orden del Carmen; tomó su hábito en 1563 y desde entonces se llamó Juan de Santo Matía; estudia Artes y Teología en la universidad de Salamanca como alumno del colegio que su Orden tiene en la ciudad. El esplendor del claustro es notorio: Mancio, Guevara, Gallo, Luis de León enseñan en ese momento.

En 1567 lo ordenaron sacerdote. Entonces tiene lugar el encuentro fortuito con la madre Teresa en las casas de Blas Medina. Ella ha venido a fundar su segundo “palomarcico”, como le gustaba de llamar a sus conventos carmelitas reformados; trae también con ella facultades del General para fundar dos monasterios de frailes reformados y llegó a convencer a Juan para unirlo a la reforma que intentaba salvar el espíritu del Carmelo amenazado por los hombres y por los tiempos. Llegó a exclamar con gozo Teresa ante sus monjas que para empezar la reforma de los frailes ya contaba con “fraile y medio” haciendo con gracia referencia a la corta estatura de Juan; el otro fraile, o fraile entero, era el prior de los carmelitas de Medina, fray Antonio de Heredia.

Inicia su vida de carmelita descalzo en Duruelo y ahora cambia de nombre, adoptando el de Juan de la Cruz. Pasa año y medio de austeridad, alegría, oración y silencio en casa pobre entre las encinas. Luego, la expansión es inevitable; reclaman su presencia en Mancera, Pastrana y el colegio de estudios de Alcalá; ha comenzado la siembra del espíritu carmelitano.

La monja Teresa quiere y busca confesores doctos para sus monjas; ahora dispone de confesores descalzos que entienden -porque lo viven- el mismo espíritu. Por cinco años es Juan el confesor del convento de la Encarnación de Ávila. La confianza que la reformadora tiene en el reformador -aunque posiblemente no llegó a conocer toda la hondura de su alma- se verá de manifiesto en las expresiones que emplea para referirse a él; le llamará “senequita” para referirse a su ciencia, “santico de fray Juan” al hablar de su santidad, previendo que “sus huesecicos harán milagros”.

No podía faltar la cruz; llegó del costado que menos cabía esperarla. Fueron los hermanos calzados los que lo tomaron preso, lo llevan preso a Toledo donde vivió nueve meses de durísima prisión. Es la hora de Getsemaní, la noche del alma, un periodo de madurez espiritual del hombre de Dios expresado en sus poemas. Logra escapar en 1578 del encierro de forma dramática, poniendo audacia y ganando confianza en Dios, con una cuerdecilla hecha con pedazos de su hábito y saliendo por el tragaluz.

En los oficios de dirección siempre aparece Juan de la Cruz como un segundón; serán los padres Gracián y Doria quienes se encarguen de la organización, Juan llevará la doctrina y cuidará del espíritu.

Se le ve presente en la serranía de Jaén, confesor de las monjas en Beas de Segura, donde se encuentra la religiosa Ana de Jesús. Después en Baeza; funda el colegio para la formación intelectual de sus frailes junto a la principal universidad andaluza. Y en Granada, en el convento de los Mártires, continuará su trabajo de escritor. En 1586 funda los descalzos de Córdoba, como los de Mancha Real.

Consiliario del padre Doria, en Segovia, por tres años. ¡Cómo no recordar su deseo-exponente de amor rendido- ante la contemplación de un Cristo doliente! “Padecer, Señor, y ser menospreciado por Vos”. En 1591 la presencia de fray Juan de la Cruz empieza a ser non grata ante el padre Doria. La realidad es que está quedando arrinconado y hasta llega a tramarse su expulsión del Carmelo.

Marcha a la serranía de Jaén, en la Peñuela, para no estorbar y se plantea la posibilidad de marchar a las Indias; allí estará más lejos. Es otro tiempo de oración solitaria y sabrosa. La reforma carmelitana vive agitada por el modo de proceder de Doria; a Juan le toca orar, sufrir y callar. Quizá tenga Dios otros planes sobre él y está preparándolo para una etapa mejor.

Aquella inapetencia tan grande provocada por las calenturas persistentes provocó un mimo de Dios haciendo que aparecieran espárragos cuando no era su tiempo para calmar el antojadizo deseo de aquel fraile que iba de camino, sin fuerzas y medio muerto de cansancio, buscando un médico.

Pasó dos meses en Úbeda. No acertó el galeno. Se presentó la erisipela en una pierna; luego vino la septicemia. Y en medio andaban los frailes con frialdad y era notoria la falta de consideración por parte del superior de la casa. Hasta que llegó el 13 de diciembre, cuando era de noche, que marchó al cielo desde el “estercolero del desprecio”. Llovía.

Al final de este resumen-recuerdo de un fraile místico que supo y quiso aprovechar el mal para sacar bien, el desprecio de los hombres para hacerse más apreciado de Dios, y el mismo lenguaje para expresar lo inefable de la misteriosa intimidad con Dios con lírica palabra estremecida, pienso que será buen momento para hacer mención de algunas de las obras que le han hecho figura de la cultura hispana del siglo XVI. Subida al Monte Carmelo y Noche oscura del alma que bien pueden considerarse tanto una obra como dos; el Cántico espiritual, Llama de amor viva y algunos poemas y avisos.

Lo canonizaron en 1726. Pío XI lo hizo doctor de la Iglesia en 1926. Su gran conocedor y admirador Juan Pablo II, lo nombró patrono de los poetas.

Fuente: Archidiócesis de Madrid
Más información sobre san Juan de la Cruz pinchando aquí

El sacerdote: ¿A quién enviaré? (Mons. Kevin Doran)

Duración 4:05 minutos

lunes, 11 de diciembre de 2017

Las razones de Sor Lucía de Fátima para no dejar de rezar el Rosario a diario



(ACI Prensa)– ¿Por qué rezar el Rosario todos los días?, ¿qué beneficios trae para el fiel en su vida diaria? Sor Lucía Dos Santos, una de los tres videntes de Fátima, dio varias razones que responden a estas preguntas en un libro publicado en 2002.

Se trata del libro “Llamadas del Mensaje de Fátima”, escrito por la Sierva de Dios fallecida en 2005. En este recuerda que la Madre de Dios hizo esta invitación desde su primera aparición en Fátima (Portugal) el 13 de mayo de 1917.

“Reza el Rosario todos los días, para obtener la paz para el mundo y el final de la guerra”, alentó la Virgen en su mensaje inicial.

Aquí las razones de Sor Lucía que comparte el National Catholic Register.

1. Se adapta a las posibilidades de cada uno

Sor Lucía dice que Dios es un Padre que “se adapta a las necesidades y posibilidades de sus hijos”, porque “si Dios, por medio de Nuestra Señora, nos hubiera pedido que fuéramos a la Misa y recibiéramos la Sagrada Comunión todos los días, sin duda habría habido muchísimas personas que hubieran dicho con toda razón que eso no era posible”.

Sin embargo, sostiene la Sierva de Dios, “rezar el Rosario es algo que todos pueden hacer, ricos y pobres, sabios e ignorantes, grandes y pequeños”, en cualquier lugar, en común o en privado y en diferentes momentos.

2. Nos pone en contacto familiar con Dios

Sor Lucía indica que esta oración sirve “para ponernos en contacto con Dios, agradecerle por sus beneficios y pedir las gracias que necesitamos”.

“Es la oración que nos pone en contacto familiar con Dios, como el hijo que acude a su padre para agradecerle por los regalos que ha recibido, para hablar con él sobre preocupaciones especiales, para recibir su guía, su ayuda, su apoyo y su bendición”, añadió.

3. Es la oración más agradable que podemos recitar después de la Misa

Sor Lucía afirma que después de la Santa Misa, rezar el Rosario –teniendo en cuenta su origen, las oraciones que contiene y los misterios que se meditan–, “es la oración más agradable que podemos ofrecer a Dios y la más ventajosa para nuestras propias almas”.

“Si ese no fuera el caso, Nuestra Señora no lo habría pedido con tanta insistencia”, sostuvo.

4. Las cuentas del Rosario ayudan a cumplir nuestros ofrecimientos diarios

Sor Lucía responde cualquier inquietud sobre el número de oraciones en el Rosario, aclarando que “necesitamos contar, para tener una idea clara y vívida de lo que estamos haciendo, y para saber positivamente si hemos completado o no lo que habíamos planeado ofrecer a Dios cada día, para preservar y mejorar nuestra relación de intimidad con Dios y, por este medio, preservar y mejorar en nosotros mismos nuestra fe, esperanza y caridad”.

5. Ayuda a recibir mejor la Eucaristía

En su libro, la vidente de Fátima asegura que se puede considerar el rezo del Rosario como “una forma de prepararse para participar mejor en la Eucaristía, o como acción de gracias” después de haber recibido el Cuerpo de Cristo.

Ella agrega que, si bien se pueden usar muchas oraciones excelentes para prepararse para recibir a Jesús en la Eucaristía y preservar nuestra relación íntima con Dios, no cree que haya “una más apropiada para la gente en general que la oración de los cinco o quince misterios del Rosario”.

6. Preserva las virtudes teologales

“Dios y Nuestra Señora saben mejor que nadie lo que es más apropiado para nosotros y lo que más necesitamos. Además, el Rosario será un medio poderoso para ayudarnos a preservar nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad”, sostiene Sor Lucía.

7. Evita caer en el materialismo

La hermana Lucía va directamente al grano y asegura que “aquellos que dejan de decir el Rosario y no van a la Misa diaria, no tienen nada que los sustente, y terminan por perderse en el materialismo de la vida terrenal”.

Sobre la Virgen María (Fulton Sheen)

Duración 36:51 minutos

viernes, 1 de diciembre de 2017

"LA HUMILDAD DE MARÍA" (Entrevista de Javier Navascués a Rafael María Molina)

Duración 16:21 minutos

En 1942 se publicó el excelente libro MEDITACIONES SOBRE LA SANTÍSIMA VIRGEN, escrito por el sacerdote Ildefonso Rodríguez Villar, ex Rector del Santuario Nacional de la Gran Promesa de Valladolid. Es un excelente libro de meditación de las virtudes de María aplicadas a nuestra vida cotidiana, del que voy a reseñar, Dios mediante, algunas partes.

Este es uno de los engaños más funestos de la vida espiritual: despreciar algunas cosas y no darles importancia porque las creemos pequeñas. Pensamos que no valen para nada ¡Qué bien explota este engaño el demonio!

Todos los santos deben su grandeza a un conjunto de pequeñeces que ellos supieron admirablemente aprovechar. Al contrario todas las grandes caídas han tenido su origen en cosas pequeñas e insignificantes que pasaban inadvertidas. Pero esta comprobado y es de fe que “el que desprecia lo pequeño, poco a poco caerá”.

Será este conjunto de pequeñeces el que labrará nuestra felicidad o nuestra ruina para siempre. La realidad es que no tendremos ocasiones abundantes ni ánimos o fuerzas para acometer empresas grandes, heroicas, hazañas estupendas. Pero no precisamente en los hechos extraordinarios sino en la fidelidad y exactitud de nuestros pequeños deberes diarios está nuestra perfección.

La fidelidad en lo poco será la causa, algún día, de la posesión sobre lo mucho. Cristo en el Evangelio dice: “Porque fuiste fiel en lo poco (o sea en lo pequeño, en lo que al parecer no tenía importancia) Yo te constituiré sobre lo mucho”. Por eso debemos estar convencidos de que no se puede llamar pequeño a nada de lo que tenga relación con nuestra alma, con nuestra salvación y santificación.

La vida de María no es más que un conjunto de pequeñeces, acompañadas a veces de cosas grandes y heroicas en sumo grado. Guisar, coser, barrer, fregar, limpiar, estar siempre dispuesta para cuidar a Jesús y a San José. Con ello se hizo tan grande y tan santa. San Juan Berchmans decía que la mayor penitencia es la vida común.

También es esencial comprender que Dios normalmente sólo nos pedirá las cosas pequeñas de cada día. Tenemos que tomar la resolución de complacer a Dios todos los días cumpliendo exactamente esa su santísima voluntad.

Para Dios todo es pequeño. Las acciones más grandes y llamativas de los hombres no valen delante de él más que las pequeñas y vulgares.

Para Dios todo son juegos de niños en su presencia; grandes batallas, imperios que se conquistaron, inventos que se descubrieron, fama y laureles para algunas personas. Todo eso para Él es igual que nada. Lo que vale es el corazón y la intención con la que hacemos nuestros actos, la manera como los ejecutamos y el fin que perseguimos. Aunque sean cosas muy pequeñas que además tienen el mérito de no perderse en vanidad o vanagloria como fácilmente puede ocurrir con los actos de brillo y relumbrón.

Rafael Mª Molina

[Nota: Este comentario viene incluido en el mismo vídeo]

miércoles, 29 de noviembre de 2017

La estupidez humana (P. Alfonso Gálvez)


Pronunciada el 26 de noviembre de 2006, de duración 9:37 minutos

Carta Encíclica Mystici Corporis Christi del Papa Pío XII, promulgada el 29 de junio de 1943 [15 de 15]

Mystici Corporis Christi
SOBRE EL CUERPO MÍSTICO DE CRISTO
Carta Encíclica del Papa Pío XII 
promulgada el 29 de junio de 1943


108. Al escribir esto, se presenta desgraciadamente ante Nuestros ojos una ingente multitud de infelices desventurados que Nos hace llorar amargamente: Nos referimos a los enfermos, a los pobres, a los mutilados, a las viudas y huérfanos y a muchos otros que por sus propias calamidades o las de los suyos no raras veces desfallecen hasta morir. A todos aquellos, pues, que por cualquier causa yacen en la tristeza y en la congoja, con ánimo paterno les exhortamos a que, confiados, levanten sus ojos al Cielo y ofrezcan sus aflicciones a Aquel que un día les ha de recompensar con abundante galardón
Recuerden todos que su dolor no es inútil, sino que para ellos mismos y para la Iglesia ha de ser de gran provecho, si animados con esta intención lo toleran pacientemente. A la más perfecta realización de este designio contribuye en gran manera la cotidiana oblación de sí mismos a Dios, que suelen hacer los miembros de la piadosa asociación llamada Apostolado de la Oración; asociación que, como gratísima a Dios, deseamos de corazón recomendar aquí con el mayor encarecimiento.

109. Y si en todo tiempo hemos de unir nuestros dolores a los sufrimientos del Divino Redentor, para procurar la salvación de las almasen nuestros días especialísimamente, Venerables Hermanos, tomen todos como un deber el hacerlo así, cuando la espantosa conflagración bélica incendia casi todo el orbe y es causa de tantas muertes, tantas miserias, tantas calamidades: igualmente hoy día de un modo particular sea obligación de todos el apartarse de los viciosde los halagos del siglo y de los desenfrenados placeres del cuerpo, y aun de aquella futilidad y vanidad de las cosas terrenas que en nada ayudan a la formación cristiana del alma ni a la consecución del Cielo
Más bien hemos de inculcar en nuestra mente aquellas gravísimas palabras de Nuestro inmortal Predecesor San León Magno, quien afirma que por el bautismo hemos sido hechos carne del Crucificado [Cf. Serm., LXIII, 6; LXVI, 3: Migne, P.L., LIV, 357 and 366]; y aquella hermosísima súplica de San AmbrosioLlévame, oh Cristo, en la Cruz, que es salud para los que yerran; sólo en ella está el descanso de los fatigados; sólo en ella viven cuantos mueren [In Ps., 118, XXII, 30: Migne, P.L., XV, 1521].

110. Antes de terminar, no podemos menos de exhortar una y otra vez a todos a que amen a la santa Madre Iglesia con caridad solícita y eficaz
Ofrezcamos cada día al Eterno Padre nuestras oraciones, nuestros trabajos, nuestra congojas, por su incolumidad y por su más próspero y vasto desarrollo, si en realidad deseamos ardientemente la salvación de todo el género humano redimido con la sangre divina. 
Y mientras el cielo se entenebrece con centelleantes nubarrones y grandes peligros se ciernen sobre toda la Humanidad y sobre la misma Iglesiaconfiemos nuestras personas y todas nuestras cosas al Padre de la Misericordia, suplicándoleVuelve tu mirada, Señor, te lo rogamos, sobre esta tu familia, por la cual nuestro Señor Jesucristo no dudó en entregarse en manos de los malhechores y padecer el tormento de la Cruz [Office for Holy Week].

111. La Virgen Madre de Dios, cuya alma santísima fue, más que todas las demás creadas por Dios, llena del Espíritu divino de Jesucristo, haga eficaces, Venerables Hermanos, estos Nuestros deseos, que también son los vuestros, y nos alcance a todos un sincero amor a la Iglesia.
Ella que dio su consentimiento en representación de toda la naturaleza humana a la realización de un matrimonio espiritual entre el Hijo de Dios y la naturaleza humana [St. Thom., III, q. 30, a.1, c]. 
Ella fue la que dio a luz, con admirable parto, a Jesucristo Nuestro Señor, adornado ya en su seno virginal con la dignidad de Cabeza de la Iglesia, pues que era la fuente de toda vida sobrenatural. 
Ella, la que al recién nacido presentó como Profeta, Rey y Sacerdote a aquellos que de entre los judíos y de entre los gentiles habían llegado los primeros a adorarlo. Y además, su Unigénito, accediendo en Caná de Galilea a sus maternales ruegos, obró un admirable milagro, por el que creyeron en El sus discípulos [Jn 2, 11]. 
Ella, la que, libre de toda mancha personal y original, unida siempre estrechísimamente con su Hijo, lo ofreció como nueva Eva al Eterno Padre en el Gólgota, juntamente con el holocausto de sus derechos maternos y de su materno amor, por todos los hijos de Adán manchados con su deplorable pecado; de tal suerte que la que era Madre corporal de nuestra Cabeza, fuera, por un nuevo título de dolor y de gloria, Madre espiritual de todos sus miembros. 
Ella, la que por medio de sus eficacísimas súplicas consiguió que el Espíritu del Divino Redentor, otorgado ya en la Cruz, se comunicara en prodigiosos dones a la Iglesia recién nacida, el día de Pentecostés. 
Ella, en fin, soportando con ánimo esforzado y confiado sus inmensos dolores, como verdadera Reina de los mártires, más que todos los fieles, cumplió lo que resta que padecer a Cristo en sus miembros… en pro de su Cuerpo [de Él]…, que es la Iglesia [Col 1, 24], y prodigó al Cuerpo místico de Cristo nacido del Corazón abierto de Nuestro Salvador [Cf. Vesper hymn of Office of the Sacred Heart] el mismo materno cuidado y la misma intensa caridad con que calentó y amamantó en la cuna al tierno Niño Jesús.
112Ella, pues, Madre santísima de todos los miembros de Cristo [Cf. Pius X, Ad Diem Illum: A.A.S., XXXVI, p. 453],  a cuyo Corazón Inmaculado hemos consagrado confiadamente todos los hombres, la que ahora brilla en el Cielo por la gloria de su cuerpo y de su alma, y reina juntamente con su Hijo, obtenga de Él con su apremiante intercesión que de la excelsa Cabeza desciendan sin interrupción -sobre todos los miembros del Cuerpo místicocopiosos raudales de gracias; y con su eficacísimo patrocinio, como en tiempos pasados, proteja también ahora a la Iglesia, y que, por fin, para ésta y para todo el género humano, alcance tiempos más tranquilos.

113. Nos, confiados en esta sobrenatural esperanza, como auspicio de celestiales gracias y como testimonio de Nuestra especial benevolencia, a cada uno de vosotros, Venerables Hermanos, y a la grey que está a cada uno confiada, damos de todo corazón la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de junio, en la fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, del año 1943, quinto de Nuestro Pontificado.



PIUS XII

Carta Encíclica Mystici Corporis Christi del Papa Pío XII, promulgada el 29 de junio de 1943 [14 de 15]

Mystici Corporis Christi
SOBRE EL CUERPO MÍSTICO DE CRISTO
Carta Encíclica del Papa Pío XII 
promulgada el 29 de junio de 1943


103. Y ardientemente deseamos que, con encendida caridad, estas comunes plegarias comprendan también a aquellos que o todavía no han sido iluminados con la verdad del Evangelio ni han entrado en el seguro aprisco de la Iglesia o, por una lamentable escisión de fe y de unidad, están separados de Nos, que, aunque inmerecidamente, representamos en este mundo la persona de Jesucristo. Por esta causa repitamos una y otra vez aquella oración de nuestro Salvador al Padre celestial: Que todos sean una misma cosa: como Tú, Padre, estás en Mí y yo en Tí, así también ellos sean una misma cosa en nosotros, para que crea el mundo que Tú me has enviado [
Jn 17, 21].

104. También a aquellos que no pertenecen al organismo visible de la Iglesia Católica, ya desde el comienzo de Nuestro Pontificado, como bien sabéis, Venerables Hermanos, Nos los hemos confiado a la celestial tutela y providencia, afirmando solemnemente, a ejemplo del Buen Pastor, que nada Nos preocupa más sino que tengan vida y la tengan con mayor abundancia [
Cf. Encyclical Letter, Summi Pontificatus: A.A.S., 1939, p. 419]. 
Esta Nuestra solemne afirmación deseamos repetirla por medio de esta Carta Encíclica, en la cual hemos cantado las alabanzas del grande y glorioso Cuerpo de Cristo [Iren., Adv. Haer., IV, 33, 7: Migne, P.G., VII, 1076], implorando oraciones de toda la Iglesia para invitar, de lo más íntimo del corazón, a todos y a cada uno de ellos a que, rindiéndose libre y espontáneamente a los internos impulsos de la gracia divina, se esfuercen por salir de ese estado, en el que no pueden estar seguros de su propia salvación eterna [Cf. Pius IX, Iam Vos Omnes, 13 Sept. 1868: Act. Conc. Vat., C.L.VII, 10]; pues, aunque, por cierto inconsciente deseo y aspiración, están ordenados al Cuerpo místico del Redentor, carecen, sin embargo, de tantos y tan grandes dones y socorros celestiales, como sólo en la Iglesia Católica es posible gozar
Entren, pues, en la unidad católica, y, unidos todos con Nos en el único organismo del Cuerpo de Jesucristo, se acerquen con Nos a la única cabeza en comunión de un amor gloriosísimo [Cf. Gelas. I, Epist., XIV: Migne, P.L. LIX, 89]. Sin interrumpir jamás las plegarias al Espíritu de amor y de verdad, Nos les esperamos con los brazos elevados y abiertos, no como a quienes vienen a casa ajena, sino como a hijos que llegan a su propia casa paterna.

105. Pero si deseamos que la incesante plegaria común de todo este Cuerpo místico se eleve hasta Dios, para que todos los descarriados entren cuanto antes en el único redil de Jesucristo, declaramos, con todo, que es absolutamente necesario que esto se haga libre y espontáneamente, porque nadie cree sino queriendo [
Cf. August., In Ioann. Ev. tract., XXVI, 2: Migne, P.L. XXX, 1607]. 
Por esta razón, si algunos, sin fe, son de hecho obligados a entrar en el edificio de la Iglesia, a acercarse al altar, a recibir los Sacramentos, no hay duda de que los tales no por ello se convierten en verdaderos fieles de Cristo [Cf. August., Ibidem]; porque la fe, sin la cual es imposible agradar a Dios [Heb 11, 6], debe ser un libérrimo homenaje del entendimiento y de la voluntad [Vat. Counc. Const. de fide Cath., Cap. 3]. 
Si alguna vez, pues, aconteciere que contra la constante doctrina de esta Sede Apostólica [ Cf. Leo XIII, Immortale Dei: A.S.S., XVIII, pp. 174-175; Cod. Iur. Can., c. 1351], alguien es llevado contra su voluntad a abrazar la fe católica, Nos, conscientes de Nuestro oficio, no podemos menos de reprobarloPero, puesto que los hombres gozan de una voluntad libre y pueden también, impulsados por las perturbaciones del alma y por las depravadas pasiones, abusar de su libertad, por eso es necesario que sean eficazmente atraídos por el Padre de las luces a la verdad, mediante el Espíritu de su amado Hijo. 
Y si muchos, por desgracia, viven aún alejados de la verdad católica y no se someten gustosos al impulso de la gracia divina, se debe a que ni ellos [Cf. August., Ibidem] ni los fieles dirigen a Dios oraciones fervorosas por esta intención
Nos, por consiguiente, a todos exhortamos una y otra vez a que, inflamados en amor a la Iglesia, siguiendo el ejemplo del Divino Redentor, eleven continuamente estas plegarias.

106. Y principalmente en las presentes circunstancias parece ser, más que oportuno, necesario, que se ruegue con fervor por los reyes y príncipes y por todos aquellos que, gobernando a los pueblos, pueden con su tutela externa ayudar a la Iglesia; para que, restablecido el recto orden de las cosas, la paz, que es obra de la justicia [
 Is 32,17], emerja para el atormentado género humano de entre las aterradoras olas de esta tempestad, mediante el soplo vivificante de la caridad divina y para que nuestra santa Madre la Iglesia pueda llevar una vida quieta y tranquila, en toda piedad y castidad [Cf. 1 Tim 2, 2]. Insistentemente se ha de suplicar a Dios que todos cuantos están al frente de los pueblos amen la sabiduría [Cf. Wis., VI, 23], de tal suerte que jamás caiga sobre ellos aquella gravísima sentencia del Espíritu Santo:
El Altísimo examinará vuestras obras y escudriñará los pensamientos porque, siendo ministros de su reino, no habéis juzgado rectamente ni observado la ley de la justicia, ni habéis procedido según la voluntad de Dios. De manera espantosa y repentina se os presentará, porque se hará un riguroso juicio de aquellos que ejercen potestad sobre otros. Porque con los pequeños se usará misericordia, mas los poderosos sufrirán grandes tormentos. Porque Dios no exceptuará persona alguna ni respetará la grandeza de nadie; ya que El ha hecho al pequeño y al grande y cuida por igual de todos; si bien a los más grandes amenaza un tormento mayor. A vosotros, por lo tanto, Reyes, se dirigen estas mis palabras, para que aprendáis la sabiduría y no perezcáisIbidem, VI, 4-10].
107. Cristo nuestro Señor mostró su amor a la Esposa sin mancilla, no sólo con su intenso trabajo y su constante oración, sino también con sus dolores y angustias, que sufrió libre y amorosamente, por amor de ella: Habiendo amado a los suyos…, los amó hasta el fin [Jn 13, 1, 1]. Más aún, no conquistó la Iglesia sino con su sangre [Cf. Hech 20, 28]. 
Decididos, pues, sigamos estas huellas sangrientas de nuestro Rey, como lo exige nuestra salvación, que hemos de poner a buen seguro: Porque si hemos sido injertados con El por medio de la representación de su muerte, igualmente lo hemos de ser representando su resurrección [Rom 6, 5], y, si morimos con Él, también con Él viviremos [2 Tim 2, 11]. 
Esto lo exige, también, la caridad genuina y eficaz de la Iglesia y de las almas por ella engendradas para Cristo: pues, aunque nuestro Salvador, por medio de crueles sufrimientos y de una acerba muerte, mereció para su Iglesia un tesoro infinito de gracias, sin embargo, estas gracias, por disposición de la Divina Providencia, no se nos conceden todas de una vez; y la mayor o menor abundancia de las mismas depende también no poco de nuestras buenas obras, con las que se atrae sobre las almas de los hombres esta verdadera lluvia divina de celestiales dones, gratuitamente dados por Dios. 
Y esta misma lluvia de celestiales gracias será ciertamente superabundante, si no solamente elevamos a Dios ardientes plegarias, sobre todo participando con devoción, si es posible diariamente, del Sacrificio Eucarístico; si no solamente nos esforzamos en aliviar con obras de caridad los sufrimientos de tantos menesterosos; mas si también preferimos a las cosas caducas de este siglo los bienes imperecederos y si domamos con mortificaciones voluntarias este cuerpo mortal, negándole las cosas ilícitas e imponiéndole las ásperas y arduas; si, en fin, aceptamos con ánimo resignado, como de la mano de Dios, los trabajos y dolores de esta vida presente
Porque así, según el Apóstol, cumpliremos en nuestra carne lo que resta que padecer a Cristo, en pro de su Cuerpo místico que es la Iglesia [Cf. Col 1, 24].
(Continuará)