sábado, 30 de enero de 2016

Realidad del pecado: la cruz de Cristo única salvación posible (2 de 11) [José Martí]


Enlaces a las distintas entradas sobre este tema:


La cruz de Cristo única salvación posible (1 de 11)


La cruz de Cristo única salvación posible (2 de 11)


La cruz de Cristo única salvación posible (3 de 11)


La cruz de Cristo única salvación posible (4 de 11)


La cruz de Cristo única salvación posible (5 de 11)


La cruz de Cristo única salvación posible (6 de 11)




La cruz de Cristo única salvación posible (8 de 11)

La cruz de Cristo única salvación posible (9 de 11)


La cruz de Cristo única salvación posible (10 de 11)


La cruz de Cristo única salvación posible (11 de 11)



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La lógica es aplastante: una vez negado el pecado, como inexistente, se está negando también la necesidad del arrepentimiento y del perdón. La venida de Jesucristo al mundo, como Redentor y como verdadero Dios, sería un camelo ... y, en definitiva, todo el Nuevo Testamento se iría al garete.

En esto consiste, precisamente, la herejía modernista, que está infiltrada hoy en la Iglesia ... y de la que no se habla. El modernista carece de fe. Si la tuvo alguna vez, la ha perdido. Para los modernistas todo lo que es sobrenatural carece de credibilidad, es pura fantasía. Y es por esta vía como se está destruyendo la Religión Católica, que es la única verdadera, convirtiéndola en una especie de asociación benéfica, de tipo meramente naturalista, sin ninguna referencia a Jesucristo, produciéndose así el fenómeno (¡inconcebible, pero real!) de católicos en masa que, dándoselas de tales, han dejado de serlo hace ya mucho tiempo, al haber perdido la fe. Filántropos, en el mejor de los casos, apareciendo como preocupados por el bienestar material de las personas pero para quienes Jesucristo ya no es la meta ... y, por lo tanto, ya nada tienen que ofrecerle a la gente que no pueda ofrecerles cualquier ONG. Actuando sólo al modo humano, han perdido lo único que podría dar sentido a su vida y a la vida de los demás, que es el amor a Jesucristo.

Quienes así "razonan" han decidido ya en su corazón (de modo más o menos consciente) que ésta que están viviendo es la única vida que tienen y que no hay ninguna otra vida, ni ninguna otra meta por la que luchar. Aquí se acaba todo ... y tendrían razón, entonces, los existencialistas, aquéllos para quienes "el hombre es tan solo un ser para la muerte" y "la vida una pasión inútil" (Sartre).

San Pablo, sin embargo, no pensaba de ese modo: "Si sólo para esta vida -decía- tenemos puesta la esperanza en Cristo, somos los más desgraciados de todos los hombres" (1 Cor 15, 19). "Y si los muertos no resucitan- añade, un poco más adelante- "comamos y bebamos, que mañana moriremos" (1 Cor 15, 32). No era su caso y sabía discernir muy bien la verdad de la mentira. Por eso querían matarlo. Pero él lo tenía muy claro: "Jesucristo, nuestro Salvador, se ha manifestado y ha destruído la muerte; y ha revelado la Vida y la Inmortalidad por medio del Evangelio, del que yo he sido constituido predicador, apóstol y maestro. Y ésta es la razón por la que padezco estas cosas [estaba prisionero cuando escribió esto]; pero no me avergüenzo, pues sé muy bien de quien me he fiado, y estoy seguro de que tiene poder para conservar mi depósito hasta aquel día" (2Tim 1, 10-12)

Pero retomemos el tema. El pecado original se produjo realmente, históricamente, cuando nuestros primeros padres, engañados por el Diablo y llevados por la soberbia, se rebelaron contra Dios, a consecuencia de lo cual quedó herida 
toda la naturaleza humana, que en aquel momento estaba representada sólo por Adán y Eva; y quedó sujeta a enfermedades, dolor, sufrimiento y muerte. Esa es la herencia que recibimos al nacer. Todos nacemos con ese pecado de origen, que trastocó nuestra naturaleza inclinándola hacia el mal. 


Sin embargo, no se trata de una naturaleza corrompida, sino herida, como hemos dicho. Dios, "que hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman" (Rom 8, 28) permitió ese pecado con vistas a un mayor bien para todos nosotros. Pues para librarnos de él se nos dio a conocer, Él mismo, en la Persona de Jesucristo. De ahí que en la Liturgia del Sábado Santo, en el exultet, se cante: "¡Oh, feliz culpa que nos mereció tener tan grande y excelso Redentor!". ¿Hubiera venido Jesús al mundo si el hombre no hubiera pecado? No lo sabemos con certeza, pero sí sabemos que vino y que la causa de su venida fue la de liberarnos del pecado cometido y hacer posible que participáramos de su Gloria. Y en ese sentido (¡y sólo en ese sentido!) se puede hablar del pecado como "feliz culpa".

Haciéndose uno de nosotros Jesús experimentó los sufrimientos que experimentamos los hombres, en grado sumo; pero ese fue el modo que Él eligió para salvarnos. Podría haber elegido otro, puesto que es omnipotente. Sin embargo, por razones incomprensibles para nuestro entendimiento, además de librarnos del pecado, quería también nuestro amor, algo, como digo, que no podemos comprender de ninguna de las maneras, con criterios puramente humanos que son los únicos que usamos. Pues nos preguntamos, con toda lógica, y estamos en nuestro derecho a hacernos esa pregunta, al haber sido creados dotados de inteligencia: Siendo yo lo que soy, una simple criatura, ¿cómo es posible que Dios haya querido interesarse en que yo lo ame a Él? Él es el Señor y Creador del Universo y no necesita de mi amor para nada. ¿Por qué tenía que molestarse por mí? Y, además, del modo en que lo hizo. Ante lo cual sólo cabe la adoración y la aceptación agradecida de esa realidad de su Amor, sin merecimiento alguno por nuestra parte. 


Ahora bien, una vez que nos hemos situado en la Lógica de Dios, si intentamos averiguar la razón por la que Dios quiso hacerse hombre, nos encontramos con el hecho cierto de que, efectivamente, nosotros, tal y como hemos sido creados por Dios, somos absolutamente incapaces de amar lo que ni vemos ni palpamos. Así es nuestra naturaleza. Así estamos hechos. 


De manera que, si esto es así, como lo es, era ciertamente imposible que pudiéramos corresponder amorosamente, y en auténtica reciprocidad de amor, al Amor de Dios ... a menos que Él, de alguna manera, "se igualara" a nosotros, que fue precisamente lo que hizo, pues "el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1, 14), como nos dice san Juan. Se hizo realmente uno de nosotros. Y así el autor de la carta a los hebreos puede decir, hablando de Jesús, que "no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino que fue probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado" (Heb 4, 15).

Vino con una misión muy concreta: "He bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad del que me ha enviado" (Jn 6, 38). "Y ésta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga Vida eterna; y Yo lo resucitaré en el último día" (Jn 6, 40). Y el mismo san Juan: "Nosotros vimos y damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo como Salvador del mundo" (1 Jn 4, 14).

Y sin embargo, aun cuando "vino a los suyos [en cuanto que se hizo realmente uno de nosotros] ... los suyos no le recibieron" (Jn 1, 11). Puesto que su amor hacia nosotros debía de ser un verdadero amor, era necesario que éste fuese libre. Por eso 
vino en debilidad y no se manifestó en toda su Gloria y Esplendor, sino como un niño normal y corriente. De no haberlo hecho así, necesariamente el hombre hubiera tenido que adorarlo. Pero él quería nuestro amor. Y éste, si es auténtico, nunca se impone al otro ... o no sería amor. A partir de ese momento el hombre, haciendo pleno uso de su libertad no condicionada por el Poder de Dios, no tendría más remedio que definirse ante ese Niño que era también Dios. Así se cumple la profecía que hizo Simeón a María, su madre : "Este niño ha sido destinado (...) como signo de contradicción (...) para que se descubran los pensamientos de muchos corazones" (Lc 2, 34-35).


Pero hubo también quienes lo recibieron. A éstos "les dio la capacidad de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su Nombre, los cuales no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios" (Jn 1, 12-13). 


De este modo queda claro que, por una parte, como dice san Pablo: "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tim 2, 4). Pero, por otra, sigue siendo cierto, como tantas veces hemos repetido, que Dios jamás salvará a quien no desee ser salvado: Dios no impone su amor a nadie. Si hubiese imposición no habría amor ... que no otra cosa es la salvación sino la participación en el Amor de Dios.


Y esa es la razón por la que Dios, aunque ejerce siempre su Misericordia sobre todos, tal Misericordia nunca lo es a secas [en el sentido de que salva a todos, lo quieran o no. Él no se impone, no impone a nadie la salvación, no salva "a la fuerza", no impone su Amor] sino que va siempre acompañada de la Justicia. En Dios, Justicia y Misericordia son lo mismo, dada su simplicidad. 


El Amor de Dios es lo que lo define. Según el apóstol Juan "Dios es Amor" (1 Jn 4, 8b). Lo es en Sí mismo (misterio intratrinitario) pero lo es también en relación con nosotros. Y una nota esencial del amor, sin la cual, tal amor no existe, es la reciprocidad: "El que no ama no conoce a Dios" (1 Jn 4, 8a) ni puede tener parte con Él; no es suficiente con el hecho, más que evidente de que Dios nos ama. Se requiere, igualmente, de una respuesta amorosa por nuestra parte para que pueda hablarse de Amor, propiamente dicho, entre Dios y cada uno de nosotros

Y  la clave para conocer si tenemos parte con Dios y lo amamos de verdad nos la proporciona el mismo san Juan: "Cualquiera que confiese: "Jesús es el Hijo de Dios", Dios permanece en él y él en Dios" (1 Jn 4, 15). Pero, ¿qué es permanecer en Dios sino permanecer en su Amor? Nuestra respuesta de amor a Dios se autentifica en el cumplimiento de sus mandamientos, sin lo cual se trataría de palabras sin sentido. Jesús nos explica esto con toda claridad. Escuchemos sus palabras: "Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi Amor, como Yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su Amor" (Jn 15, 10).


(Continuará)

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