domingo, 11 de septiembre de 2016

El Conmonitorio a cámara lenta (17) LA CAÍDA DE ORÍGENES



17. Decíamos que en la Iglesia de Dios el error de un maestro es una tentación para los fieles; tentación tanto mayor cuanto más docto es el que yerra.

He probado esto ya con la autoridad de la Escritura, después con ejemplos de la historia eclesiástica, recordando aquellos hombres que fueron tenidos durante cierto tiempo por plenamente ortodoxos y que acabaron en una secta acatólica o incluso fundaron una herejía.

Este es un aspecto muy importante, que por lo mismo es necesario conocer y tener siempre presente, incluso ilustrado con gran número de ejemplos para hacer que penetre bien en la mente, con el fin de que los verdaderos católicos sepan que deben recibir a los Doctores con la Iglesia, y no abandonar la Iglesia por los Doctores.

Yo podría aducir numerosos ejemplos de tal clase de tentación, pero pienso que ninguno es comparable al caso de Orígenes.  Poseía cualidades tan excepcionales y maravillosas que cualquiera habría prestado fe, desde el primer momento, a todas sus afirmaciones. Pues si la vida edifica la autoridad de una persona, él fue un hombre de gran laboriosidad, castidad, paciencia y constancia no comunes. Y si consideramos su cuna y su ciencia, ¿quién más noble que él? Nació de una familia ilustrada por el martirio, y después de haber sido privado de padre y de hacienda, por la causa de Cristo, salió adelante en medio de las estrechuras de una santa pobreza, sufriendo con frecuencia, según nos han contado siempre, por confesar el nombre del Señor.

Poseía otras muchas dotes, que después se mudaron en motivos de tentación. Su inteligencia era tan vasta, penetrante, aguda, noble, que no tenía rival. Además, tenía tal conocimiento de la doctrina cristiana y una erudición tan grande que pocas cosas de la filosofía divina se le escapaban, y casi ninguna de la humana había que él no hubiera adquirido profundamente.  Su ciencia no se limitó a las obras griegas, sino que también se extendió a las hebraicas.
                                                         
 ¿Debo recordar su elocuencia? Era tan agradable, pura, suave, que se habría podido decir que era miel, no palabras, lo que destilaban sus labios. No había cuestión difícil de exponer que él no hiciese límpida con la fuerza de su razonamiento, ni cosas que parecían arduas que él no hiciese facilísimas.

 -¿Pero no habrá, quizá, construido sus obras y fundamentado sus asertos solamente sobre argumentos racionales?

-Al contrario, no ha habido nunca maestro que haya utilizado más que él la Sagrada Escritura.

 -Puede que haya escrito poco.

- ¡En absoluto! Ningún mortal ha escrito más que él, tanto que no es posible, pienso yo, no sólo leer todas sus obras, pero ni siquiera encontrarlas todas. Y para que no le faltase ningún medio para formarse y perfeccionarse en la ciencia, tuvo el don de la plenitud de los años.

 -Quizá haya tenido poca suerte con sus discípulos.

 -¿Hubo alguien más afortunado que él? Innumerables son los doctores, los obispos, los confesores, los mártires salidos de su escuela. Es verdaderamente imposible medir la admiración, la gloria, el favor de que gozó por parte de todos. ¿Quién, por poco religioso que fuese, no acudía a él desde los más remotos rincones de la tierra?

Sabemos por la historia que era reverenciado no sólo por las personas privadas, sino incluso por el mismo emperador. Se cuenta que la madre del emperador Alejandro lo hizo llamar a su lado a causa de la sabiduría divina que sobreabundaba en él, y que ella deseaba ardientemente conocer. Otro testimonio lo encontramos en las cartas que escribió, con autoridad de maestro, al emperador Felipe, primer príncipe de Roma; que se hizo  cristiano.

Y si no se quiere dar crédito a nuestro testimonio cristiano en torno a su increíble ciencia, escuchemos al menos lo que de ella dicen los filósofos paganos.  El impío Porfirio narra que, siendo él todavía un chiquillo, fue hasta Alejandría atraído por la fama de Orígenes, y allí lo vio, ya muy avanzado en edad, pero con tal clase y con tanta grandeza, que parecía que él había construido la ciudadela de toda la sabiduría.

Pero se nos echaría la noche encima antes de que yo pudiese exponer, ni siquiera sucintamente, una mínima parte de las dotes insignes que se encontraban juntas en ese hombre.

Sin embargo, todas estas cualidades no sirvieron solamente para la gloria de la religión, sino también para hacer la tentación más peligrosa. Nadie se habría encontrado dispuesto a abandonar a un hombre de tan gran ingenio, de doctrina y dotes tan eximias; cualquiera habría repetido la sentencia: «Es preferible estar equivocado con Orígenes que tener razón con los demás»: ¿Se podría añadir algo más?

La tentación que esta gran personalidad, este doctor y profeta insigne provocó no fue de poca monta, sino que fue de tal envergadura, como demuestra el resultado final, que desvió a muchísimos de la integridad de la fe.

Por haber abusado con temeridad de la gracia de Dios, por haber hecho demasiadas concesiones a su inteligencia y puesto una confianza desmesurada en sí mismo, por haber considerado en poco la antigua sencillez de la religión cristiana, presumiendo en cambio de saber más que los otros; por haber despreciado las Tradiciones de la Iglesia y el Magisterio de los antiguos, interpretando de manera totalmente novedosa algunos pasajes de la Sagrada Escritura.

Por todo eso, Orígenes -aun siendo tan eminente y extraordinario como era- mereció que también a propósito de él se le dijese a la Iglesia de Dios: «Si en medio de ti se levanta un profeta..., no escuches las palabras de ese profeta..., porque te está probando Yavé, tu Dios, para ver si le amas o no».

Y, por cierto, no fue ésta una prueba indiferente para la Iglesia que, confiando en él y arrebatada por la admiración de su ingenio, de su ciencia, de su elocuencia, de su modo de vivir, de su autoridad, sin sospechar nada ni temer nada, se veía arrancada de ]a antigua fe y deslizarse hacia novedades profanas.

Alguno dirá: las obras de Orígenes fueron interpoladas y amañadas. Lo concedo, e incluso desearía que lo hubiesen sido todavía más. Hay muchos que hablan y escriben acerca de estas interpolaciones, y no sólo católicos, sino también herejes. Lo que yo quiero subrayar es el hecho de que, aunque los libros no hayan sido escritos por Orígenes, sino empleando su nombre, fueron igualmente ocasión de gran tentación.

Hormiguean de afirmaciones impías, pero son leídos y apreciados como si fuesen de Orígenes y no de otros. Así, aunque no fuera su intención emitir errores, sin embargo, éstos fueron difundidos bajo la autoridad de su nombre.

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