viernes, 16 de septiembre de 2016

El Conmonitorio a cámara lenta (20): EL CATÓLICO VERDADERO Y EL HEREJE



20. De todo lo que hemos dicho, aparece evidente que el verdadero y auténtico católico es el que ama la verdad de Dios y a la Iglesia, cuerpo de Cristo; aquel que no antepone nada a la religión divina y a la fe católica: ni la autoridad de un hombre, ni el amor, ni el genio, ni la elocuencia, ni la filosofía; sino que despreciando todas estas cosas y permaneciendo sólidamente firme en la fe, está dispuesto a admitir y a creer solamente lo que la Iglesia siempre y universalmente ha creído.

Sabe que toda doctrina nueva y nunca antes oída, insinuada por una sola persona, fuera o contra la doctrina común de los fieles, no tiene nada que ver con la religión, sino que más bien constituye una tentación, adoctrinado en esto especialmente por las palabras del Apóstol Pablo: Es necesario que incluso haya herejías, para que se descubran entre vosotros los que son de una virtud probada (1 Cor 11, 19) Como si dijera: Dios no extirpa inmediatamente a los autores de herejías, para que se manifiesten los que son de una virtud probada, es decir, para que aparezca en qué medida cada cual es tenaz, fiel, constante en el amor a la fe católica.

Y verdaderamente, apenas un viento de novedades empieza a soplar, inmediatamente se ve cómo los granos cuajados del trigo se separan y se distinguen de la cascarilla sin peso, y sin gran esfuerzo es arrojado fuera de la era lo que no está sostenido por peso alguno.

Algunos vuelan inmediatamente; otros, en cambio, trastornados y desalentados, temen perecer, pero se avergüenzan de regresar, apaleados como están y más muertos que vivos; parece exactamente como si hubieran bebido una dosis de veneno que ya no pueden eliminar y que, aunque no los mata de golpe, no les permite seguir realmente viviendo.

¡Situación desgraciada! ¡Cuántas aflicciones violentas, cuántas turbaciones les asaltan! Ya se dejan arrastrar por el error como de un viento impetuoso; ya se repliegan en sí mismos, como olas en la tempestad, y son arrojados en la playa; otras veces, con audacia temeraria, dan su conformidad a lo que es incierto; en otros momentos, bajo el impulso de un miedo irracional, se espantan incluso de lo que es verdad.  No saben ya dónde ir, a dónde volver, no saben lo que quieren, no saben de qué deben huir, no saben lo que debe ser mantenido y lo que, por el contrario, debe ser rechazado.

¡Y si al menos supiesen que estas dudas y esta angustia de un corazón malamente vacilante son el remedio que la misericordia divina les ha preparado!  Por esto precisamente, lejos del puerto segurísimo de la fe católica, son sacudidos, golpeados, como inmersos en la tempestad, con el fin de que, recogidas y amainadas las velas de la mente, que estaban tendidas al largo y desplegadas a los vientos infieles de las novedades, vuelvan a buscar morada en el refugio confiado de su Madre buena y tranquila y, rechazadas las olas amargas y alborotadas del error, puedan alcanzar la fuente de aguas vivas y saltarinas y beber de ella.

Que «desaprendan» bien lo que no hicieron bien en aprender; y que comprendan, de todos los dogmas de la Iglesia, lo que la inteligencia puede comprender; lo que no puedan comprender, que lo crean.

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