lunes, 13 de noviembre de 2017

Carta Encíclica Mystici Corporis Christi del Papa Pío XII, promulgada el 29 de junio de 1943 [9 de 15]

Mystici Corporis Christi
SOBRE EL CUERPO MÍSTICO DE CRISTO
Carta Encíclica del Papa Pío XII 
promulgada el 29 de junio de 1943


64. De cuanto venimos escribiendo y explicando, Venerables Hermanos, se deduce absolutamente el grave error de los que a su arbitrio se forjan una Iglesia latente e invisible, así como el de los que la tienen por una institución humana dotada de una cierta norma de disciplina y de ritos externos, pero sin la comunicación de una vida sobrenatural [Cf. LÉON XIII, Lettre encyclique Satis cognitum du 29 juin 1896. ASS XXVIII (1895-1896) 710. Cf. SVS n. 606]. Por el contrario, a la manera que Cristo, Cabeza y dechado de la Iglesia, no es comprendido íntegramente, si en Él se considera sólo la naturaleza humana visible… o sola la divina e invisible naturaleza… sino que es uno sólo con ambas y en ambas naturalezas…; así también acontece en su Cuerpo Místico[LÉON XIII, ibidem, p. 710. Cf. SVS n. 606], toda vez que el Verbo de Dios asumió una naturaleza humana pasible para que el hombre, una vez fundada una sociedad visible y consagrada con sangre divina, fuera llevado por un gobierno visible a las cosas invisibles [S. THOMAS, De veritate, q. 29, art. 4 ad 3].

65. Por lo cual lamentamos y reprobamos asimismo el funesto error de los que sueñan con una Iglesia ideal, a manera de sociedad alimentada y formada por la caridad, a la que -no sin desdén- oponen otra que llaman jurídica. Pero se engañan al introducir semejante distinción; pues no entienden que el Divino Redentor, por este mismo motivo, quiso que la comunidad por Él fundada fuera una sociedad perfecta en su género y dotada de todos los elementos jurídicos y sociales: para perpetuar en este mundo la obra divina de la Redención[Cf. Concile du Vatican, sess. IV : Const. dogm. de Eccl., prol. Denzinger n. 1821]. Y para lograr este mismo fin, procuró que estuviera enriquecida con celestiales dones y gracias por el Espíritu Paráclito. El Eterno Padre la quiso, ciertamente, como Reino del Hijo de su amor [Col 1, 13]; pero un verdadero Reino, en el que todos sus fieles le rindiesen pleno homenaje de su entendimiento y voluntad [Cf Concile du Vatican, sess. III : Const. de fide cath., ch. 3. Denzinger n, 1790], y con ánimo humilde y obediente se asemejasen a Aquel que por nosotros se hizo obediente hasta la muerte [Fil 2, 8]. No puede haber, por consiguiente, ninguna verdadera oposición o pugna entre la misión invisible del Espíritu Santo y el oficio jurídico que los Pastores y Doctores han recibido de Cristo; pues estas dos realidades -como en nosotros el cuerpo y el alma- se completan y perfeccionan mutuamente y proceden del mismo Salvador nuestro, quien no sólo dijo al infundir el soplo divino: Recibid el Espíritu Santo [Jn 20, 22], sino también imperó con expresión clara:  Como me envió el Padre, así os envío  Yo[Jn 20, 21]; y asimismo: El que a vosotros oye, a Mí me oye  [Lc 10, 16].

66. Y si en la Iglesia se descubre algo que arguye la debilidad de nuestra condición humana, ello no debe atribuirse a su constitución jurídica, sino más bien a la deplorable inclinación de los individuos al malinclinación, que su Divino Fundador permite aun en los más altos miembros del Cuerpo Místico, para que se pruebe la virtud de las ovejas y de los Pastores y para que en todos aumenten los méritos de la fe cristiana. Porque Cristo, como dijimos arriba, no quiso excluir a los pecadores de la sociedad por Él formada; si, por lo tanto, algunos miembros están aquejados de enfermedades espirituales, no por ello hay razón para disminuir nuestro amor a la Iglesia, sino más bien para aumentar nuestra compasión hacia sus miembros.
Y, ciertamente, esta piadosa Madre brilla sin mancha alguna en los sacramentos, con los que engendra y alimenta a sus hijos; en la fe, que en todo tiempo conserva incontaminada; en las santísimas leyes, con que a todos manda y en los consejos evangélicos, con que amonesta; y, finalmente, en los celestiales dones y carismas con los que, inagotable en su fecundidad [Cf. Concile du Vatican, sess. III : Const. de fide cath., ch. 3. Denzinger n. 1794], da a luz incontables ejércitos de mártires, vírgenes y confesores. Y no se le puede imputar a ella si algunos de sus miembros yacen postrados, enfermos o heridos, en cuyo nombre pide ella a Dios todos los días: Perdónanos nuestras deudas, y a cuyo cuidado espiritual se aplica sin descanso con ánimo maternal y esforzado.
De modo que, cuando llamamos Místico al Cuerpo de Jesucristo, el mismo significado de la palabra nos amonesta gravemente, amonestación que en cierta manera resuena en aquellas palabras de San León: Conoce, oh cristiano, tu dignidad, y, una vez hecho participante de la naturaleza divina, no quieras volver a la antigua vileza con tu conducta degenerada. Acuérdate de qué Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro [Mt 6, 12].

67. Plácenos ahora, Venerables Hermanos, tratar muy de propósito de nuestra unión con Cristo en el Cuerpo de la Iglesia, que si -como con toda razón afirma San Agustín [S. LÉON LE GRAND, Sermo XXI, 3. PL 54, 192-193] - es cosa grande, misteriosa y divina, por eso mismo sucede con frecuencia que algunos la entienden y explican desacertadamente. Y, ante todo, es evidente que se trata de una misión estrechísima. Y así es como, en la Sagrada Escritura, se la coteja con el vínculo del santo matrimonio y se la compara con la unidad vital de los sarmientos y la vida y la del organismo de nuestro cuerpo [Cf. S. AUGUSTIN, Contra Faustum, 21, 8. PL 42, 392]; y en los mismos libros inspirados se la presenta tan íntima que antiquísimos documentos, constantemente transmitidos por los Santos Padres y fundados en aquello del Apóstol: El mismo [Cristo] es la cabeza de la Iglesia [Cf Ef 5, 22-23 ; Jn 15, 1-5 ; Ef 4, 16], enseñan que el Redentor divino constituye con su Cuerpo social una sola persona mística, o, como dice San Agustín, el Cristo íntegro [Col 1, 18]. Más aún, nuestro mismo Salvador, en su oración sacerdotal, no dudó en comparar esta unión con aquella admirable unidad por la que el Hijo está en el Padre y el Padre en el Hijo [S. AUGUSTIN, Enarr. in Ps. XVII, 51, et XC, II, 1. PL 36, 154 et 37, 1159].

68. Nuestra trabazón en Cristo y con Cristo consiste, en primer lugar, en que, siendo la muchedumbre cristiana por voluntad de su Fundador un Cuerpo social y perfecto, ha de haber una unión de todos sus miembros por lo mismo que todos tienden a un mismo fin. Y cuanto más noble es el fin que persigue esta unión y más divina la fuente de que brota, tanto más excelente será sin duda su unidad. Ahora bien; el fin es altísimo: la continua santificación de los miembros del mismo Cuerpo para gloria de Dios y del Cordero que fue sacrificado [Jn 17, 21-23]. Y la fuente es divinísima, a saber: no sólo el beneplácito del Eterno Padre y la solícita voluntad de nuestro Salvador, sino también el interno soplo e impulso del Espíritu Santo en nuestras mentes y en nuestras almas. Porque si ni siquiera un mínimo acto que lleve a la salvación puede ser realizado sino en virtud del Espíritu Santo, ¿cómo podrán tender innumerables muchedumbres de todas las naciones y pueblos de común acuerdo a la mayor gloria de Dios Trino y Uno, sino por virtud de Aquel que procede del Padre y del Hijo por un solo y eterno hálito de amor?


(Continuará)

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