Mystici Corporis Christi
SOBRE EL CUERPO MÍSTICO DE CRISTO
Carta Encíclica del Papa Pío XII
promulgada el 29 de junio de 1943
69. Por otra parte, debiendo ser este Cuerpo social de Cristo, como dijimos arriba, visible por voluntad de su Fundador, es menester que semejante unión de todos los miembros se manifieste también exteriormente, ya en la profesión de una misma fe, ya en la comunicación de unos mismos sacramentos, así en la participación de un mismo sacrificio como, finalmente, en la activa observancia de unas mismas leyes. Y, además, es absolutamente necesario que esté visible a los ojos de todos la Cabeza suprema que guíe eficazmente, para obtener el fin que se pretende, la mutua cooperación de todos: Nos referimos al Vicario de Jesucristo en la tierra. Porque así como el Divino Redentor envió el Espíritu Paráclito de verdad para que, haciendo sus veces[Cf. Jn 16. 26 ], asumiera el gobierno invisible de la Iglesia, así también encargó a Pedro y a sus Sucesores que, haciendo sus veces en la tierra, desempeñaran también el régimen visible de la sociedad cristiana.
70. A estos vínculos jurídicos, que ya por sí solos bastan para superar a todos los otros vínculos de cualquiera sociedad humana por elevada que sea, es necesario añadir otro motivo de unidad por razón de aquellas tres virtudes que tan estrechamente nos juntan uno a otro y con Dios, a saber: la fe, la esperanza y la caridad cristiana.
71. Pues, como enseña el Apóstol, uno es el Señor, una la fe [Ef 4, 5], es decir, la fe con la que nos adherimos a un solo Dios y al que él envió, Jesucristo [Cf. Jn 17, 3]. Y cuán íntimamente nos une esta fe con Dios, nos lo enseñan las palabras del discípulo predilecto de Jesús: Quienquiera que confesare que Jesús es el Hijo de Dios, Dios está en él y él en Dios[1 Jn 4, 15]. Y no es menos lo que esta fe cristiana nos une mutuamente y con la divina Cabeza. Porque cuantos somos creyentes, teniendo… el mismo espíritu de fe [2 Cor 4, 13], nos alumbramos con la misma luz de Cristo, nos alimentamos con el mismo manjar de Cristo y somos gobernados por la misma autoridad y magisterio de Cristo. Y si en todos florece el mismo espíritu de fe, vivimos todos también la misma vida en la fe del Hijo de Dios, que nos amó y se entregó por nosotros [Cf. Gal 2, 20]; y Cristo, Cabeza nuestra, acogido por nosotros y morando en nuestros corazones por la fe viva [Cf. Ef 3, 17], así como es el autor de nuestra fe, así también será su consumador [Cf. Heb 12, 2].
72. Si por la fe nos adherimos a Dios en esta tierra como a fuente de verdad, por la virtud de la esperanza cristiana lo deseamos como a manantial de felicidad, aguardando la bienaventurada esperanza y la venida gloriosa del gran Dios [Tit 2, 13]. Y por aquel anhelo común del Reino celestial, que nos hace renunciar aquí a una ciudadanía permanente para buscar la futura [Cf. Heb 13, 14] y aspirar a la gloria celestial, no dudó el Apóstol de las Gentes en decir: Un Cuerpo y un Espíritu, como habéis sido llamados a una misma esperanza de vuestra vocación [Ef 4, 4]; más aún, Cristo reside en nosotros como esperanza de gloria [Cf. Col 1, 27].
73. Pero si los lazos de la fe y esperanza que nos unen a nuestro Divino Redentor en su Cuerpo místico son de gran firmeza e importancia, no son de menor valor y eficacia los vínculo de la caridad. Porque si, aun en las cosas naturales, el amor, que engendra la verdadera amistad, es de lo más excelente, ¿qué diremos de aquel amor celestial que el mismo Dios infunde en nuestras almas? Dios es caridad: y quien permanece en la caridad, permanece en Dios y Dios en él [1 Jn 4, 16]. En virtud, por decirlo así, de una ley establecida por Dios, esta caridad hace que al amarle nosotros le hagamos descender amoroso, conforme a aquello: Si alguno me ama…, mi Padre le amará, y vendremos a él y pondremos en él nuestra morada [Jn 14, 28]. La caridad, por consiguiente, es la virtud que -más estrechamente que toda otra virtud- nos une con Cristo, en cuyo celestial amor abrasados tantos hijos de la Iglesia se alegraron al sufrir injurias por El y soportarlo y superarlo todo, aun lo más arduo, hasta el último aliento y hasta derramar su sangre. Por lo cual nuestro Divino Salvador nos exhorta encarecidamente con estas palabras: Permaneced en mi amor. Y como quiera que la caridad es una cosa estéril y completamente vana si no se manifiesta y actúa en las buenas obras, por eso añadió en seguida: Si observáis mis preceptos, permaneceréis en mi amor, como yo mismo he observado los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor [Jn 15, 9-10].
74. Pero es menester que a este amor a Dios y a Cristo corresponda la caridad para con el prójimo. Porque ¿cómo podremos asegurar que amamos a nuestro Divino Redentor, si odiamos a los que él redimió con su preciosa sangre para hacerlos miembros de su Cuerpo místico? Por eso el Apóstol predilecto de Cristo nos amonesta así: Si alguno dijere que ama a Dios mientras odia a su hermano, es mentiroso. Porque quien no ama a su hermano, a quien tiene ante los ojos, ¿cómo puede amar a Dios, a quien no ve? Y este mandato hemos recibido de Dios: que quien ame a Dios, ame también a su hermano [1 Jn 4, 20-21]. Más aún: se debe afirmar que estaremos tanto más unidos con Dios y con Cristo, cuanto más seamos miembros uno de otro [Rom 12, 5] y más solícitos recíprocamente [1 Cor 12, 25]; como, por otra parte, tanto más unidos y estrechados estaremos por la caridad cuanto más encendido sea el amor que nos junte a Dios y a nuestra divina Cabeza.
Continuará
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