sábado, 25 de noviembre de 2017

Una fe envidiable: Rebeca Bitrus

Duración 2:57 minutos

Carta Encíclica Mystici Corporis Christi del Papa Pío XII, promulgada el 29 de junio de 1943 [12 de 15]

Mystici Corporis Christi
SOBRE EL CUERPO MÍSTICO DE CRISTO
Carta Encíclica del Papa Pío XII 
promulgada el 29 de junio de 1943


81. Lo que llevamos expuesto de esta estrechísima unión del Cuerpo místico de Jesucristo con su Cabeza, Nos parecería incompleto si no añadiéramos aquí algo, cuando menos, acerca de la Santísima Eucaristía, que lleva esta unión como a su cumbre en esta vida mortal.

82. Cristo nuestro Señor quiso que esta admirable y nunca bastante alabada unión, por la que nos juntamos entre nosotros y con nuestra divina Cabeza, se manifestara a los fieles de un modo singular por medio del Sacrificio Eucarístico. Porque en él los ministros sagrados hacen las veces no sólo de nuestro Salvador, sino también del Cuerpo místico y de cada uno de los fieles; y en él también los mismos fieles, reunidos en comunes deseos y oraciones, ofrecen al Eterno Padre, por las manos del sacerdote, el Cordero sin mancilla hecho presente en el altar a la sola voz del mismo sacerdote, como hostia agradabilísima de alabanza y propiciación por las necesidades de toda la Iglesia. Y así como el Divino Redentor, al morir en la Cruz, se ofreció, a sí mismo, al Eterno Padre, como Cabeza de todo el género humano, así también en esta oblación pura [
Mal 1, 11] no solamente se ofrece al Padre Celestial como Cabeza de la Iglesia, sino que ofrece en sí mismo a sus miembros místicos, ya que a todos ellos, aun a los más débiles y enfermos, los incluye amorosísimamente en su Corazón.

83. El sacramento de la Eucaristía, además de ser una imagen viva y admirabilísima de la unidad de la Iglesia -puesto que el pan que se consagra se compone de muchos granos que se juntan, para formar una sola cosa [
Cf. Didache, IX, 4]- nos da al mismo autor de la gracia sobrenatural, para que tomemos de Él aquel Espíritu de caridad que nos haga vivir no ya nuestra vida, sino la de Cristo y amar al mismo Redentor en todos los miembros de su Cuerpo social.

84. Si, pues, en las tristísimas circunstancias que hoy nos acongojan son muy numerosos los que tienen tal devoción a Cristo Nuestro Señor, oculto bajo los velos eucarísticos, que ni la tribulación, ni la angustia, ni el hambre, ni la desnudez, ni el peligro, ni la persecución, ni la espada los pueden separar de su caridad [
Cf. Rom 8, 35], ciertamente en este caso la sagrada Comunión, que no sin designio de la divina Providencia ha vuelto a recibirse en estos últimos tiempos con mayor frecuencia, ya desde la niñez, llegará a ser fuente de la fortaleza que no rara vez suscita y forja verdaderos héroes cristianos.

85. Esto es, Venerables Hermanos, lo que piadosa y rectamente entendido y diligentemente mantenido por los fieles, les podrá librar más fácilmente de aquellos errores que provienen de haber emprendido algunos arbitrariamente el estudio de esta difícil cuestión, no sin gran riesgo de la fe católica y perturbación de los ánimos.

86. Porque no faltan quienes -no advirtiendo bastante que el apóstol Pablo habló de esta materia sólo metafóricamente, y no distinguiendo suficientemente, como conviene, los significados propios y peculiares de cuerpo físico, moral y místico-, fingen una unidad falsa y equivocada, juntando y reuniendo en una misma persona física al Divino Redentor con los miembros de la Iglesia y, mientras atribuyen a los hombres propiedades divinas, hacen a Cristo nuestro Señor sujeto a los errores y a las debilidades humanas. Esta doctrina falaz, en pugna completa con la fe católica y con los preceptos de los Santos Padres, es también abiertamente contraria a la mente y al pensamiento del Apóstol, quien aun uniendo entre sí con admirable trabazón a Cristo y su Cuerpo místico, los opone uno a otro como el Esposo a la Esposa [
Cf. Ef 5, 22-23].

87. Ni menos alejado de la verdad está el peligroso error de los que pretenden deducir de nuestra unión mística con Cristo una especie de quietismo disparatado, que atribuye únicamente a la acción del Espíritu divino toda la vida espiritual del cristiano y su progreso en la virtud, excluyendo -por lo tanto- y despreciando la cooperación y ayuda que nosotros debemos prestarle. Nadie, en verdad, podrá negar que el Santo Espíritu de Jesucristo es el único manantial del que proviene a la Iglesia y sus miembros toda virtud sobrenatural. Porque, como dice el Salmista, la gracia y la gloria la dará el Señor [
Sal 83, 12]. Sin embargo, el que los hombres perseveren constantes en sus santas obras, el que aprovechen con fervor en gracia y en virtud, el que no sólo tiendan con esfuerzo a la cima de la perfección cristiana sino que estimulen también en lo posible a los otros a conseguirla, todo esto el Espíritu celestial no lo quiere obrar sin que los mismos hombres pongan su parte con diligencia activa y cotidiana.

88. Porque los beneficios divinos -dice San Ambrosio- no se otorgan a los que duermen, sino a los que velan [
Expos. Evang. sec. Luc 4, 49; Migne. P.L. XV, 1626]. Que si en nuestro cuerpo mortal los miembros adquiere fuerza y vigor con el ejercicio constante, con mayor razón sucederá eso en el Cuerpo social de Jesucristo, en el que cada uno de los miembros goza de propia libertad, conciencia e iniciativa. Por eso quien dijo: Y yo vivo, o más bien yo no soy el que vivo: sino que Cristo vive en mí [Gal 2, 20], no dudó en afirmar: la gracia suya [es decir, de Dios] no estuvo baldía en mí, sino que trabajé más que todos aquéllos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo [1 Cor 15, 10]. Es, pues, del todo evidente que con estas engañosas doctrinas el misterio de que tratamos, lejos de ser de provecho espiritual para los fieles, se convierte miserablemente en su rutina.

89. Esto mismo sucede con las falsas opiniones de los que aseguran que no hay que hacer tanto caso de la confesión frecuente de los pecados veniales, cuando tenemos aquella más aventajada confesión general que la Esposa de Cristo hace cada día, con sus hijos unidos a ella en el Señor, por medio de los sacerdotes, cuando están para ascender al altar de Dios. Cierto que, como bien sabéis, Venerables Hermanos, estos pecados veniales se pueden expiar de muchas y muy loables maneras; mas para progresar cada día con mayor fervor en el camino de la virtud, queremos recomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso de la confesión frecuente, introducido por la Iglesia no sin una inspiración del Espíritu Santo: con él se aumenta el justo conocimiento propio, crece la humildad cristiana, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se purifica la conciencia, se robustece la voluntad, se lleva a cabo la saludable dirección de las conciencias y aumenta la gracia en virtud del Sacramento mismo. Adviertan, pues, los que disminuyen y rebajan el aprecio de la confesión frecuente entre los seminaristas, que acometen empresa extraña al Espíritu de Cristo y funestísima para el Cuerpo místico de nuestro Salvador.

90. Hay, además, algunos que niegan a nuestras oraciones toda eficacia propiamente impetratoria o que se esfuerzan por insinuar entre las gentes que las oraciones dirigidas a Dios en privado son de poca monta, mientras las que valen de hecho son más bien las públicas, hechas en nombre de la Iglesia, pues brotan del Cuerpo místico de Jesucristo. Todo eso es, ciertamente, erróneo: porque el Divino Redentor tiene estrechamente unidas a sí no sólo a su Iglesia, como a Esposa que es amadísima, sino en ella también a las almas de cada uno de los fieles, con quienes ansía conversar muy íntimamente, sobre todo después que se acercaren a la Mesa Eucarística. Y aunque la oración común y pública, como procedente de la misma Madre Iglesia, aventaja a todas las otras por razón de la dignidad de la Esposa de Cristo, sin embargo, todas las plegarias, aun las dichas muy en privado, lejos de carecer de dignidad y virtud, contribuyen muchísimo a la utilidad del mismo Cuerpo místico en general, ya que en él todo lo bueno y justo que obra cada uno de los miembros redunda, por la Comunión de los Santos, en bien de todos. Y nada impide a cada uno de los hombres, por el hecho de ser miembros de este Cuerpo, el que pidan para sí mismos gracias especiales, aun de orden terrenal, mas guardando la sumisión a la voluntad divina, pues son personas libres y sujetas a sus propias necesidades individuales [
Cf. St. Thom., II-II, q. 83, a. 5 et 6]. Y cuán grande aprecio hayan de tener todos de la meditación de las cosas celestiales se demuestra no sólo por las enseñanzas de la Iglesia, sino también por el uso y ejemplo de todos los santos.

91. Ni faltan, finalmente, quienes dicen que no hemos de dirigir nuestras oraciones a la persona misma de Jesucristo, sino más bien a Dios o al Eterno Padre por medio de Cristo, puesto que se ha de tener a nuestro Salvador, en cuanto Cabeza de su Cuerpo místico, tan sólo en razón de "mediador entre Dios y los hombres" [
1Tim 2, 5]. Sin embargo, esto no sólo se opone a la mente de la Iglesia y a la costumbre de los cristianos, sino que contraría aun a la verdad. Porque, hablando con propiedad y exactitud, Cristo es a la vez, según su doble naturaleza, Cabeza de toda la Iglesia [Cf. St. Thom., De Veritate, q. 29, a. 4, c.]
Además, El mismo aseguró solemnemente: Si algo me pidiereis en mi nombre, lo haré [Jn 14, 14]. Y aunque principalmente en el Sacrificio Eucarístico -en el cual Cristo es a un tiempo sacerdote y hostia y desempeña de una manera peculiar el oficio de conciliador- las oraciones se dirigen con frecuencia al Eterno Padre por medio de su Unigénito, sin embargo, no es raro que aun en este mismo sacrificio se eleven también preces al mismo Divino Redentor; ya que todos los cristianos deben conocer y entender claramente que el hombre Cristo Jesús es el mismo Hijo de Dios, y el mismo Dios. Aún más: mientras la Iglesia militante adora y ruega al Cordero sin mancha y a la sagrada Hostia, en cierta manera parece responder a la voz de la Iglesia triunfante que perpetuamente canta: Al que está sentado en el trono y al Cordero: bendición y honor y gloria e imperio por los siglos de los siglos [Ap 5, 13].

jueves, 23 de noviembre de 2017

Carta Encíclica Mystici Corporis Christi del Papa Pío XII, promulgada el 29 de junio de 1943 [11 de 15]

Mystici Corporis Christi
SOBRE EL CUERPO MÍSTICO DE CRISTO
Carta Encíclica del Papa Pío XII 
promulgada el 29 de junio de 1943


75. Ya antes del principio del mundo el Unigénito Hijo de Dios nos abrazó con su eterno e infinito conocimiento y con su amor perpetuo. Y, para manifestarnos éste de un modo visible y admirable, unió a sí nuestra naturaleza con unión hipostática, en virtud de la cual -advierte San Máximo de Turín con candorosa sencillez-: en Cristo nos ama nuestra carne [
Serm. XXIX: Migne, P.L., LVII, 594].

Mas aquel amorosísimo conocimiento, que desde el primer momento de su Encarnación tuvo de nosotros el Redentor divino, está por encima de todo el alcance escrutador de la mente humana, porque, en virtud de aquella visión beatífica de que disfrutó, apenas recibido en el seno de la madre divina, tiene siempre y continuamente presentes a todos los miembros del Cuerpo místico y los abraza con su amor salvífico. ¡Oh admirable dignación de la piedad divina para con nosotros! ¡Oh inapreciable orden de la caridad infinita! En el pesebre, en la Cruz, en la gloria eterna del Padre, Cristo ve ante sus ojos y tiene a sí unidos a todos los miembros de la Iglesia con mucha más claridad y mucho más amor que una madre conoce y ama al hijo que lleva en su regazo, que cualquiera se conoce y ama a sí mismo.

76. Por lo dicho se ve fácilmente, Venerables Hermanos, por qué escribe tantas veces San Pablo que Cristo está en nosotros y nosotros en Cristo. Ello ciertamente se confirma con una razón más profunda. Porque, como expusimos antes con suficiente amplitud, Cristo está en nosotros por su Espíritu, el cual nos comunica, y por el que de tal suerte obra en nosotros, que todas las cosas divinas, llevadas a cabo por el Espíritu Santo en las almas, se han de decir también realizadas por Cristo [
Cf. St. Thom., Comm. in Ep. and Eph., Cap. II, lect. 5]. Si alguien no tiene el Espíritu de Cristo -dice el Apóstol-, no es de Él; pero si Cristo está en vosotros…, el Espíritu vive en virtud de la justificación [Rom 8, 9-10].

77. Esta misma comunicación del Espíritu de Cristo hace que, al derivarse a todos los miembros de la Iglesia todos los dones, virtudes y carismas que con la máxima excelencia, abundancia y eficacia encierra la Cabeza, y al perfeccionarse en ellos día por día según el sitio que ocupan en el Cuerpo místico de Jesucristo, la Iglesia viene a ser como la plenitud y el complemento del Redentor; y Cristo viene en cierto modo a completarse del todo en la Iglesia [
Cf. St. Thom., Comm. in Ep. ad Eph., Cap I, lect. 8]. Con las cuales palabras hemos tocado la misma razón por la cual, según la ya indicada doctrina de San Agustín, la Cabeza mística, que es Cristo, y la Iglesia, que en esta tierra hace sus veces, como un segundo Cristo, constituyen un solo hombre nuevo, en el que se juntan cielo y tierra para perpetuar la obra salvífica de la Cruz; este hombre nuevo es Cristo, Cabeza y Cuerpo, el Cristo íntegro.

78. No ignoramos, ciertamente, que para la inteligencia y explicación de esta recóndita doctrina -que se refiere a nuestra unión con el Divino Redentor y de modo especial a la inhabitación del Espíritu Santo en nuestras almas- se interponen muchos velos, en los que la misma doctrina queda como envuelta por cierta oscuridad, supuesta la debilidad de nuestra mente. Pero sabemos que de la recta y asidua investigación de esta cuestión, así como del contraste de las diversas opiniones y de la coincidencia de pareceres, cuando el amor de la verdad y el rendimiento debido a la Iglesia guían el estudio, brotan y se desprenden preciosos rayos con los que se logra un adelanto real también en estas disciplinas sagradas. No censuramos, por lo tanto, a los que usan diversos métodos para penetrar e ilustrar en lo posible tan profundo misterio de nuestra admirable unión con Cristo. Pero todos tengan por norma general e inconcusa, si no quieren apartarse de la genuina doctrina y del verdadero magisterio de la Iglesia, la siguiente: han de rechazar, tratándose de esta unión mística, toda forma que haga a los fieles traspasar de cualquier modo el orden de las cosas creadas e invadir erróneamente lo divino, sin que ni un solo atributo, propio del sempiterno Dios, pueda atribuírsele como propio. Y, además, sostengan firmemente y con toda certeza que en estas cosas todo es común a la Santísima Trinidad, puesto que todo se refiere a Dios como a suprema cosa eficiente.

79. También es necesario que adviertan que aquí se trata de un misterio oculto, el cual, mientras estemos en este destierro terrenal, de ningún modo se podrá penetrar con plena claridad ni expresarse con lengua humana. Se dice que las divinas Personas habitan en cuanto que, estando presentes de una manera inescrutable en las almas creadas dotadas de entendimiento, entran en relación con ellas por el conocimiento y el amor [
Cf. St. Thom., I, q. 43, a.3], aunque completamente íntimo y singular, absolutamente sobrenatural. Para aproximarnos un tanto a comprender esto hemos de usar el método que el Concilio Vaticano [Sess. III. Const. de fide Cath., Cap. 4] recomienda mucho en estas materias: esto es, que si se procura obtener luz para conocer un tanto los arcanos de Dios, se consigue comparando los mismos entre sí y con el fin último al que están enderezados.

80. Oportunamente, según eso, al hablar Nuestro sapientísimo Antecesor León XIII, de f. m., de esta nuestra unión con Cristo y del divino Paráclito que en nosotros habita, tiende sus ojos a aquella visión beatífica por la que esta misma trabazón mística obtendrá algún día en los cielos su cumplimiento y perfección, y dice: Esta admirable unión, que propiamente se llama inhabitación, y que sólo en la condición o estado [viadores, en la tierra], mas no en la esencia, se diferencia de aquélla con que Dios abraza a los del cielo, beatificándolos [
Cf. Divinum Illud: A.S.S., XXIX, p. 653]. Con la cual visión será posible, de una manera absolutamente inefable, contemplar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo con los ojos de la mente, elevados por luz superior; asistir de cerca por toda la eternidad a las procesiones de las personas divinas y ser feliz con un gozo muy semejante al que hace feliz a la santísima e indivisa Trinidad.
(Continuará)

NO A LA COMUNIÓN EN PECADO (Carta de mi Conversión)


Duración 11:09 minutos

miércoles, 22 de noviembre de 2017

Niña María (en el día de la Presentación de Nuestra Señora)




Niña María que al Templo llegas
y a Dios ofreces limpia inocencia,
lo que consagras será patena
que un día a Dios Hijo contenga,
por eso Virgen Él te hace perfecta, 

Entre todas las vírgenes, 
bella entre las bellas,
los Ángeles Santos
te admiran excelsa
y te aclaman laudantes
electa, integérrima.

Niña Bendita que al Templo subes
pisando leve la escala santa
que al Santuario de Dios conduce,
lo que presentas un día va a ser,
Trono de Cristo, el Enmanuel. 

Darás tu sangre para el Cordero
que con su Sangre nos salvará,
tu cuerpo virgen formará el Cuerpo
que en sacrificio se inmolará.

Niña María, Virgen Bendita
del Verbo Humilde sagrario y ara
a nos, pecadores, Madre, prepara:
Que a Dios rindamos el alma limpia.


Orémus

Deus, qui beatam Mariam semper Virginem, Spiritus Sancti habitaculum, hodierna die in templo praesentari voluisti: praesta, quaesumus; ut eius intercessione in templo gloriae tuae praesentari mereamur.

Per Dóminum nostrum Iesum Christum, Filium tuum: qui tecum vivit et regnat in unitáte eiúsdem Spíritus Sancti Deus, per ómnia sæcula sæculórum. Amen

Ex Voto

+T.
Escrito por Don Terzio

martes, 21 de noviembre de 2017

Un intento "piadoso" de poesía (breve comentario) [José Martí]





Tras la escondida senda,
ésa que nunca nadie había mirado,

quise dejar en prenda
el tesoro encontrado
en mí, tan deseado por mi amado.

En la íntima relación amorosa con Dios, sólo conocida por mí y por Él (por Él más que por mí) y por nadie más, ambos pugnamos por tener detalles de cariño, el uno con el otro; y lo mejor que uno puede ofrecerle al otro es aquello que de Él ha recibido antes [pues de sí nada tiene] y que sólo Él conoce, aprecia y desea [como nadie más puede conocer ni apreciar ni desear]. En realidad, ninguna otra cosa importa sino el Amor: el que Él nos da … y el que nosotros le damos a Él, 
que es el mismo. Nada más hermoso ni más sublime podemos ofrecerle. Y, siendo esto así, si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? (Rom 8, 31). Por eso vivimos tranquilos, pues nada ni nadie podrá separarnos del Amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rom 8, 39)


José Martí
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miércoles, 15 de noviembre de 2017

San Alberto Magno - 15 de noviembre (Prof. Plinio Corrêa de Oliveira)


Albertus Magnus por Fra Angelico

Alberto Magno, el hijo mayor del Conde de Bollstädt, nació alrededor de 1206 en Lauingen, en Suabia, Alemania. Después de una formación cuidadosa, fue a estudiar Derecho en la Universidad de Padua en Italia. Allí se familiarizó con el Beato Jordán de Sajonia, general de los dominicos, cuyos consejos lo llevaron a ingresar a la Orden de los Dominicos. Pronto se hizo conocido por su devoción filial a Nuestra Señora y la atención a la observancia monástica. Fue enviado a Colonia para terminar sus estudios, ganando una reputación de erudición en las ciencias naturales más grande que todos sus compañeros.

Después de completar sus estudios, fue enviado a enseñar teología en Hildesheim, Freiburg-im-Breisgau, Regensburg, Strasburg y Cologne. En 1245, fue enviado a la Universidad de París, donde demostró el acuerdo entre la fe y la razón y entre las ciencias sagradas y profanas. El más ilustre de sus discípulos, Santo Tomás de Aquino, lo sucedería en la Sorbona.

St. Albert regresó a Colonia en 1248 para dirigir los estudios de su Orden como Regente del Studium Generale. En 1254 fue elegido dominico provincial de Alemania, y en 1260 fue nombrado obispo de Ratisbona. Renunció al obispado después de tres años y regresó a enseñar en Colonia.

Dios le dio el don de ser notable en muchas cosas. Si solo hubiera brillado en una de estas cosas, sería un hombre de fama inmortal. Para mencionar solo dos de sus logros intelectuales, San Alberto es considerado el fundador de la escolástica, y él era el maestro de Santo Tomás de Aquino, quien a su vez llevó a la escolástica a su apogeo. Si él fuera solo este gran intelectual, hubiera pasado a la historia por esto. Pero él era más. También era famoso por su espíritu religioso, era un gran contemplativo, un gran santo, que le daría toda la gloria posible. Finalmente, también fue un obispo ilustre que adquirió una enorme fama en su tierra natal. A menudo, también fue llamado a actuar como árbitro y pacificador entre varios príncipes y obispos alemanes. Asistió al segundo Consejo de Lyon (1274), donde tomó parte activa en las deliberaciones. Murió en Colonia el 15 de noviembre de 1280. El 16 de diciembre de 1931 fue canonizado y declarado Doctor de la Iglesia por el Papa Pío XI.

Desde el año 1300, bajo un vitral en la iglesia dominicana de San Andreas en Colonia, se pueden leer estas palabras:

Vidrieras en el santuario 
de la iglesia de San Andreas 

"Este santuario fue construido por el obispo Albert, flor de filósofos y sabios, modelo de buenas costumbres, brillante y espléndido destructor de herejías y azote de hombres malvados. Ponlo, oh Señor, en el número de Tus Santos".

"Por naturaleza tenía instinto para grandes cosas. Así, como Salomón, le rogó a Dios por el don de la sabiduría, que une íntimamente al hombre con Dios, expande corazones y eleva las almas de los fieles a las alturas. La sabiduría le enseñó cómo para unir una vida intelectual intensa con una vida espiritual profunda, porque él era al mismo tiempo un iniciador de un movimiento intelectual poderoso, un gran contemplativo y un hombre de acción ".

Comentarios del Prof. Plinio:

La vida de San Alberto Magno se expresa bien en la descripción de cómo se destacó en estas tres cosas: era un intelectual, un contemplativo y un hombre de acción. Esto lo convirtió en una de las figuras más importantes de la Edad Media, uno de los que consolidaron el Medio Siglos.

¿Por qué la Providencia es un hombre tan brillante, que se destaca en tres caminos diferentes al mismo tiempo? Es para mostrar que la vida interior debe tener prioridad sobre las demás. Entendemos que si St. Albert no hubiera sido un hombre con una fuerte vida interior, no podría haber sido el erudito extraordinario que era. La vida interior da los medios para que un hombre ejecute la voluntad de Dios para él a la perfección. Al hacer esto, un hombre desarrolla completamente sus talentos naturales. A menudo, Dios les da carismas adicionales y gracias extraordinarias a aquellos que son fieles para multiplicar sus cualidades naturales y ayudarlos a cumplir sus misiones.

Esto me recuerda un dicho de Dom Chautard, el autor del famoso libro El alma de todo apostolado. Una vez estuvo con Georges Clemenceau, el primer ministro francés muy revolucionario. Sabiendo que Dom Chautard era un hombre muy ocupado, Clemenceau le preguntó: "¿Cómo te las arreglas para hacer tantas cosas en solo 24 horas?". Dom Chautard respondió: "Es porque rezo el Rosario. Si también lo rezas, tendrías más tiempo para realizar tus tareas ".

Es una paradoja, porque rezar el Rosario toma tiempo de otras actividades. Alguien podría pensar que Dom Chautard estaba bromeando con Clemenceau. Esto no es verdad. En esa aparente contradicción hay una verdad profunda. Si nos tomamos el tiempo para desarrollar nuestra vida interior, Dios se encargará de las otras cosas que necesitamos y multiplicará nuestra capacidad para lograr lo que estamos llamados a hacer.

Esta es la gran verdad que aprendemos de la vida de San Alberto. Esas bellas palabras escritas en 1300 bajo el vitral de la iglesia de San Andrés revelan cuánto ha cambiado la mentalidad religiosa moderna. 

Hoy, ¿quién diría que un santo es un "destructor brillante y esplendoroso de las herejías y el azote de los hombres malvados"? Tal elogio, que llena nuestras almas de alegría católica, ha desaparecido por completo del panorama religioso actual. Que esto es así revela la diferencia entre la mentalidad del progresismo que lamentablemente domina a la Iglesia hoy y el verdadero espíritu católico. No es difícil ver cuál es la posición de los Santos.

Pidamos a San Alberto Magno que nos ayude a ver la extensión completa de los errores progresistas y combatirlos con la misma brillantez y esplendor que combatió las herejías de su tiempo.

Carta Encíclica Mystici Corporis Christi del Papa Pío XII, promulgada el 29 de junio de 1943 [10 de 15]

Mystici Corporis Christi
SOBRE EL CUERPO MÍSTICO DE CRISTO
Carta Encíclica del Papa Pío XII 
promulgada el 29 de junio de 1943


69. Por otra parte, debiendo ser este Cuerpo social de Cristo, como dijimos arriba, visible por voluntad de su Fundador, es menester que semejante unión de todos los miembros se manifieste también exteriormente, ya en la profesión de una misma fe, ya en la comunicación de unos mismos sacramentos, así en la participación de un mismo sacrificio como, finalmente, en la activa observancia de unas mismas leyes. Y, además, es absolutamente necesario que esté visible a los ojos de todos la Cabeza suprema que guíe eficazmente, para obtener el fin que se pretende, la mutua cooperación de todos: Nos referimos al Vicario de Jesucristo en la tierra. Porque así como el Divino Redentor envió el Espíritu Paráclito de verdad para que, haciendo sus veces[
Cf. Jn 16. 26 ], asumiera el gobierno invisible de la Iglesia, así también encargó a Pedro y a sus Sucesores que, haciendo sus veces en la tierra, desempeñaran también el régimen visible de la sociedad cristiana.

70. A estos vínculos jurídicos, que ya por sí solos bastan para superar a todos los otros vínculos de cualquiera sociedad humana por elevada que sea, es necesario añadir otro motivo de unidad por razón de aquellas tres virtudes que tan estrechamente nos juntan uno a otro y con Dios, a saber: la fe, la esperanza y la caridad cristiana.

71. Pues, como enseña el Apóstol, uno es el Señor, una la fe [
Ef 4, 5], es decir, la fe con la que nos adherimos a un solo Dios y al que él envió, Jesucristo [Cf. Jn 17, 3]. Y cuán íntimamente nos une esta fe con Dios, nos lo enseñan las palabras del discípulo predilecto de Jesús: Quienquiera que confesare que Jesús es el Hijo de Dios, Dios está en él y él en Dios[1 Jn 4, 15]. Y no es menos lo que esta fe cristiana nos une mutuamente y con la divina Cabeza. Porque cuantos somos creyentes, teniendo… el mismo espíritu de fe [2 Cor 4, 13], nos alumbramos con la misma luz de Cristo, nos alimentamos con el mismo manjar de Cristo y somos gobernados por la misma autoridad y magisterio de Cristo. Y si en todos florece el mismo espíritu de fe, vivimos todos también la misma vida en la fe del Hijo de Dios, que nos amó y se entregó por nosotros [Cf. Gal 2, 20]; y Cristo, Cabeza nuestra, acogido por nosotros y morando en nuestros corazones por la fe viva [Cf. Ef 3, 17], así como es el autor de nuestra fe, así también será su consumador [Cf. Heb 12, 2].

72. Si por la fe nos adherimos a Dios en esta tierra como a fuente de verdad, por la virtud de la esperanza cristiana lo deseamos como a manantial de felicidad, aguardando la bienaventurada esperanza y la venida gloriosa del gran Dios [
Tit 2, 13]. Y por aquel anhelo común del Reino celestial, que nos hace renunciar aquí a una ciudadanía permanente para buscar la futura [Cf. Heb 13, 14] y aspirar a la gloria celestial, no dudó el Apóstol de las Gentes en decir: Un Cuerpo y un Espíritu, como habéis sido llamados a una misma esperanza de vuestra vocación [Ef 4, 4]; más aún, Cristo reside en nosotros como esperanza de gloria [Cf. Col 1, 27].

73. Pero si los lazos de la fe y esperanza que nos unen a nuestro Divino Redentor en su Cuerpo místico son de gran firmeza e importancia, no son de menor valor y eficacia los vínculo de la caridad. Porque si, aun en las cosas naturales, el amor, que engendra la verdadera amistad, es de lo más excelente, ¿qué diremos de aquel amor celestial que el mismo Dios infunde en nuestras almas? Dios es caridad: y quien permanece en la caridad, permanece en Dios y Dios en él [
1 Jn 4, 16]. En virtud, por decirlo así, de una ley establecida por Dios, esta caridad hace que al amarle nosotros le hagamos descender amoroso, conforme a aquello: Si alguno me ama…, mi Padre le amará, y vendremos a él y pondremos en él nuestra morada [Jn 14, 28]. La caridad, por consiguiente, es la virtud que -más estrechamente que toda otra virtud- nos une con Cristo, en cuyo celestial amor abrasados tantos hijos de la Iglesia se alegraron al sufrir injurias por El y soportarlo y superarlo todo, aun lo más arduo, hasta el último aliento y hasta derramar su sangre. Por lo cual nuestro Divino Salvador nos exhorta encarecidamente con estas palabras: Permaneced en mi amor. Y como quiera que la caridad es una cosa estéril y completamente vana si no se manifiesta y actúa en las buenas obras, por eso añadió en seguida: Si observáis mis preceptos, permaneceréis en mi amor, como yo mismo he observado los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor [Jn 15, 9-10].

74. Pero es menester que a este amor a Dios y a Cristo corresponda la caridad para con el prójimo. Porque ¿cómo podremos asegurar que amamos a nuestro Divino Redentor, si odiamos a los que él redimió con su preciosa sangre para hacerlos miembros de su Cuerpo místico? Por eso el Apóstol predilecto de Cristo nos amonesta así: Si alguno dijere que ama a Dios mientras odia a su hermano, es mentiroso. Porque quien no ama a su hermano, a quien tiene ante los ojos, ¿cómo puede amar a Dios, a quien no ve? Y este mandato hemos recibido de Dios: que quien ame a Dios, ame también a su hermano [
1 Jn 4, 20-21]. Más aún: se debe afirmar que estaremos tanto más unidos con Dios y con Cristo, cuanto más seamos miembros uno de otro [Rom 12, 5] y más solícitos recíprocamente [1 Cor 12, 25]; como, por otra parte, tanto más unidos y estrechados estaremos por la caridad cuanto más encendido sea el amor que nos junte a Dios y a nuestra divina Cabeza.


Continuará

lunes, 13 de noviembre de 2017

Carta Encíclica Mystici Corporis Christi del Papa Pío XII, promulgada el 29 de junio de 1943 [9 de 15]

Mystici Corporis Christi
SOBRE EL CUERPO MÍSTICO DE CRISTO
Carta Encíclica del Papa Pío XII 
promulgada el 29 de junio de 1943


64. De cuanto venimos escribiendo y explicando, Venerables Hermanos, se deduce absolutamente el grave error de los que a su arbitrio se forjan una Iglesia latente e invisible, así como el de los que la tienen por una institución humana dotada de una cierta norma de disciplina y de ritos externos, pero sin la comunicación de una vida sobrenatural [Cf. LÉON XIII, Lettre encyclique Satis cognitum du 29 juin 1896. ASS XXVIII (1895-1896) 710. Cf. SVS n. 606]. Por el contrario, a la manera que Cristo, Cabeza y dechado de la Iglesia, no es comprendido íntegramente, si en Él se considera sólo la naturaleza humana visible… o sola la divina e invisible naturaleza… sino que es uno sólo con ambas y en ambas naturalezas…; así también acontece en su Cuerpo Místico[LÉON XIII, ibidem, p. 710. Cf. SVS n. 606], toda vez que el Verbo de Dios asumió una naturaleza humana pasible para que el hombre, una vez fundada una sociedad visible y consagrada con sangre divina, fuera llevado por un gobierno visible a las cosas invisibles [S. THOMAS, De veritate, q. 29, art. 4 ad 3].

65. Por lo cual lamentamos y reprobamos asimismo el funesto error de los que sueñan con una Iglesia ideal, a manera de sociedad alimentada y formada por la caridad, a la que -no sin desdén- oponen otra que llaman jurídica. Pero se engañan al introducir semejante distinción; pues no entienden que el Divino Redentor, por este mismo motivo, quiso que la comunidad por Él fundada fuera una sociedad perfecta en su género y dotada de todos los elementos jurídicos y sociales: para perpetuar en este mundo la obra divina de la Redención[Cf. Concile du Vatican, sess. IV : Const. dogm. de Eccl., prol. Denzinger n. 1821]. Y para lograr este mismo fin, procuró que estuviera enriquecida con celestiales dones y gracias por el Espíritu Paráclito. El Eterno Padre la quiso, ciertamente, como Reino del Hijo de su amor [Col 1, 13]; pero un verdadero Reino, en el que todos sus fieles le rindiesen pleno homenaje de su entendimiento y voluntad [Cf Concile du Vatican, sess. III : Const. de fide cath., ch. 3. Denzinger n, 1790], y con ánimo humilde y obediente se asemejasen a Aquel que por nosotros se hizo obediente hasta la muerte [Fil 2, 8]. No puede haber, por consiguiente, ninguna verdadera oposición o pugna entre la misión invisible del Espíritu Santo y el oficio jurídico que los Pastores y Doctores han recibido de Cristo; pues estas dos realidades -como en nosotros el cuerpo y el alma- se completan y perfeccionan mutuamente y proceden del mismo Salvador nuestro, quien no sólo dijo al infundir el soplo divino: Recibid el Espíritu Santo [Jn 20, 22], sino también imperó con expresión clara:  Como me envió el Padre, así os envío  Yo[Jn 20, 21]; y asimismo: El que a vosotros oye, a Mí me oye  [Lc 10, 16].

66. Y si en la Iglesia se descubre algo que arguye la debilidad de nuestra condición humana, ello no debe atribuirse a su constitución jurídica, sino más bien a la deplorable inclinación de los individuos al malinclinación, que su Divino Fundador permite aun en los más altos miembros del Cuerpo Místico, para que se pruebe la virtud de las ovejas y de los Pastores y para que en todos aumenten los méritos de la fe cristiana. Porque Cristo, como dijimos arriba, no quiso excluir a los pecadores de la sociedad por Él formada; si, por lo tanto, algunos miembros están aquejados de enfermedades espirituales, no por ello hay razón para disminuir nuestro amor a la Iglesia, sino más bien para aumentar nuestra compasión hacia sus miembros.
Y, ciertamente, esta piadosa Madre brilla sin mancha alguna en los sacramentos, con los que engendra y alimenta a sus hijos; en la fe, que en todo tiempo conserva incontaminada; en las santísimas leyes, con que a todos manda y en los consejos evangélicos, con que amonesta; y, finalmente, en los celestiales dones y carismas con los que, inagotable en su fecundidad [Cf. Concile du Vatican, sess. III : Const. de fide cath., ch. 3. Denzinger n. 1794], da a luz incontables ejércitos de mártires, vírgenes y confesores. Y no se le puede imputar a ella si algunos de sus miembros yacen postrados, enfermos o heridos, en cuyo nombre pide ella a Dios todos los días: Perdónanos nuestras deudas, y a cuyo cuidado espiritual se aplica sin descanso con ánimo maternal y esforzado.
De modo que, cuando llamamos Místico al Cuerpo de Jesucristo, el mismo significado de la palabra nos amonesta gravemente, amonestación que en cierta manera resuena en aquellas palabras de San León: Conoce, oh cristiano, tu dignidad, y, una vez hecho participante de la naturaleza divina, no quieras volver a la antigua vileza con tu conducta degenerada. Acuérdate de qué Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro [Mt 6, 12].

67. Plácenos ahora, Venerables Hermanos, tratar muy de propósito de nuestra unión con Cristo en el Cuerpo de la Iglesia, que si -como con toda razón afirma San Agustín [S. LÉON LE GRAND, Sermo XXI, 3. PL 54, 192-193] - es cosa grande, misteriosa y divina, por eso mismo sucede con frecuencia que algunos la entienden y explican desacertadamente. Y, ante todo, es evidente que se trata de una misión estrechísima. Y así es como, en la Sagrada Escritura, se la coteja con el vínculo del santo matrimonio y se la compara con la unidad vital de los sarmientos y la vida y la del organismo de nuestro cuerpo [Cf. S. AUGUSTIN, Contra Faustum, 21, 8. PL 42, 392]; y en los mismos libros inspirados se la presenta tan íntima que antiquísimos documentos, constantemente transmitidos por los Santos Padres y fundados en aquello del Apóstol: El mismo [Cristo] es la cabeza de la Iglesia [Cf Ef 5, 22-23 ; Jn 15, 1-5 ; Ef 4, 16], enseñan que el Redentor divino constituye con su Cuerpo social una sola persona mística, o, como dice San Agustín, el Cristo íntegro [Col 1, 18]. Más aún, nuestro mismo Salvador, en su oración sacerdotal, no dudó en comparar esta unión con aquella admirable unidad por la que el Hijo está en el Padre y el Padre en el Hijo [S. AUGUSTIN, Enarr. in Ps. XVII, 51, et XC, II, 1. PL 36, 154 et 37, 1159].

68. Nuestra trabazón en Cristo y con Cristo consiste, en primer lugar, en que, siendo la muchedumbre cristiana por voluntad de su Fundador un Cuerpo social y perfecto, ha de haber una unión de todos sus miembros por lo mismo que todos tienden a un mismo fin. Y cuanto más noble es el fin que persigue esta unión y más divina la fuente de que brota, tanto más excelente será sin duda su unidad. Ahora bien; el fin es altísimo: la continua santificación de los miembros del mismo Cuerpo para gloria de Dios y del Cordero que fue sacrificado [Jn 17, 21-23]. Y la fuente es divinísima, a saber: no sólo el beneplácito del Eterno Padre y la solícita voluntad de nuestro Salvador, sino también el interno soplo e impulso del Espíritu Santo en nuestras mentes y en nuestras almas. Porque si ni siquiera un mínimo acto que lleve a la salvación puede ser realizado sino en virtud del Espíritu Santo, ¿cómo podrán tender innumerables muchedumbres de todas las naciones y pueblos de común acuerdo a la mayor gloria de Dios Trino y Uno, sino por virtud de Aquel que procede del Padre y del Hijo por un solo y eterno hálito de amor?


(Continuará)

Carta Encíclica Mystici Corporis Christi del Papa Pío XII, promulgada el 29 de junio de 1943 [8 de 15]

Mystici Corporis Christi
SOBRE EL CUERPO MÍSTICO DE CRISTO
Carta Encíclica del Papa Pío XII 
promulgada el 29 de junio de 1943


59. Nuestra exposición en torno a la Cabeza mística[Cf. Ambrose, De Elia et ieiun.,10, 36-37, et In Psalm. 118, serm. 20, 2; Migne, P.L., XIV, 710 et XV, 1483] quedaría incompleta, si no tratáramos, siquiera brevemente, de aquel texto del Apóstol: Cristo es la Cabeza de la Iglesia: El es el Salvador de su Cuerpo[Ef 5, 23]. Porque con estas palabras se indica su última razón por la que el Cuerpo de la Iglesia se honra con el nombre de Cristo, a saber: que Cristo es el Salvador divino de este Cuerpo. El, con toda justicia, fue llamado por los samaritanos Salvador del mundo[Jn 4, 42]; más aún, sin ninguna vacilación debe ser llamado Salvador de todos, aunque con San Pablo hay que añadir: mayormente de los fieles[1 Tim 4, 10]. Es decir, que con preferencia sobre los demás adquirió con su sangre aquellos sus miembros que constituyen la Iglesia [Hech 20, 28)]. Pero, habiendo expuesto ya estas cosas cuando anteriormente hemos tratado del nacimiento de la Iglesia en la Cruz, de Cristo dador de la luz y causa de la santidad y de él mismo como sustentador de su Cuerpo místico, no hay por qué las explanemos más largamente, sino más bien meditémoslas con ánimo humilde y atento, dando gracias incesantes a DiosY lo que nuestro Salvador incoó un día, cuando estaba pendiente de la Cruz, no deja de hacerlo constantemente y sin interrupción en la patria bienaventurada: Nuestra Cabeza -dice San Agustín- intercede por nosotros: a unos miembros los recibe, a otros los azota, a unos los limpia, a otros los consuela, a otros los crea, a otros los llama, a otros los vuelve a llamar, a otros los corrige, a otros los reintegra[Enarr. in Ps., LXXXV, 5; Migne, P.L., XXXVII, 1085]. Y a Cristo debemos prestar ayuda en esta obra salvadora todos nosotros, pues de uno mismo y por uno mismo recibimos la salvación y la damos[ Clem. Alex., Strom., VII, 2; Migne, P.G. IX, 413].

60. Porque mientras en un cuerpo natural el principio de unidad traba las partes, de suerte que éstas se ven privadas de la subsistencia propia, en el Cuerpo místico, por lo contrario, la fuerza que opera la recíproca unión, aunque íntima, junta entre sí los miembros de tal modo que cada uno disfruta plenamente de su propia personalidad. Añádase a esto que, si consideramos las mutuas relaciones entre el todo y los diversos miembros, en todo cuerpo físico vivo todos los miembros tienen como fin supremo solamente el provecho de todo el conjunto, mientras que todo organismo social de hombres, si se atiende a su fin último, está ordenado en definitiva al bien de todos y cada uno de los miembros, dada su cualidad de personas.

61. Así que -volviendo a nuestro asunto- como el Hijo del Eterno Padre bajó del Cielo para la salvación perdurable de todos nosotros, del mismo modo fundó y enriqueció con el Espíritu divino al Cuerpo de la Iglesia para procurar y obtener la felicidad de las almas inmortales, conforme a aquello del Apóstol: Todo es vuestro y vosotros sois de Cristo; y Cristo es de Dios[I Cor., III, 23; Pius XI, Divini Redemptoris: A.A.S., 1937, p. 80.]. Porque la Iglesia, fundada para el bien de los fieles, tiene como destino la gloria de Dios y del que El envió, Jesucristo.

62. Y si comparamos el Cuerpo místico con el moral, entonces observaremos que la diferencia existente entre ambos no es pequeña, sino de suma importancia y trascendencia. Porque en el cuerpo que llamamos moral el principio de unidad no es sino el fin común y la cooperación común de todos a un mismo fin por medio de la autoridad social; mientras que en el Cuerpo místico, de que tratamos, a esta cooperación se añade otro principio interno que, existiendo de hecho y actuando en toda la contextura y en cada una de sus partes, es de tal excelencia que por sí mismo sobrepuja inmensamente a todos los vínculos de unidad que sirven para la trabazón del cuerpo físico o moral. Es éste, como dijimos arriba, un principio no de orden natural, sino sobrenatural, más aún, absolutamente infinito e increado en sí mismo, a saber, el Espíritu divino, quien, como dice el Angélico, siendo uno y el mismo numéricamente, llena y une a toda la Iglesia  [De Veritate, q. 29, a. 4, c.]

63. El justo sentido de esta palabra nos recuerda, según eso, cómo la Iglesia, que ha de ser tenida por una sociedad perfecta en su género, no se compone sólo de elementos y constitutivos sociales y jurídicos. Es ella muy superior a todas las demás sociedades humanas [Cf. Leo XIII, Sapientiae Christianae: A.S.S., XXII, p. 392]a las cuales supera como la gracia sobrepasa a la naturaleza y como lo inmortal aventaja a todas las cosas perecederas [Cf. Leo XIII, Satis Cognitum: A.S.S., XXVIII, p. 724.]. Y no es que se haya de menospreciar ni tener en poco a estas otras comunidades y, sobre todo, a la sociedad civil; sin embargo, no está toda la Iglesia en el orden de estas cosas, como no está todo el hombre en la contextura material de nuestro cuerpo mortal [Cf. Ibidem, p. 710]. Pues, aunque las relaciones jurídicas, en las que también estriba y se establece la Iglesia, proceden de la constitución divina dada por Cristo y contribuyen al logro del fin supremo, con todo, lo que eleva a la sociedad cristiana a un grado que está por encima de todos los órdenes de la naturaleza es el Espíritu de nuestro Redentor, que, como manantial de todas las gracias, dones y carismas, llena constante e íntimamente a la Iglesia y obra en ella. Porque, así como el organismo de nuestro cuerpo mortal, aun siendo obra maravillosa del Creador, dista muchísimo de la excelsa dignidad de nuestra alma, así la estructura de la sociedad cristiana, aunque está pregonando la sabiduría de su divino Arquitecto, es, sin embargo, una cosa de orden inferior si se la compara ya con los dones espirituales que la engalanan y vivifican, ya con su manantial divino.


(Continuará)